Camino al cielo

Ser decentes y “padecerlo”

Que si no es el invierno es el verano, o la guerrilla, o el narcotráfico, o la corrupción generalizada, y ¿la clase política?

¿Saca 5? o qué.

Se vive de coyunturas poco estructurales acuciados por la inmediatez de los hechos que abruman al granel.

Que el invierno:

-Corra huevón a traer las carpas, los bultos de arena, el ejército para que los ponga, las ayudas, los mercados, el agua. Porque en medio de la inundación hay que hacer teteros. Que la ladera se vino abajo y derrumbó un poco de casas, que se llevó la carretera, que el río se creció y lo inundó todo, que los damnificados llegan a un millón, que los desplazados a tres, que la leche va a subir, que las ayudas llegaron pero no se repartieron, que se robaron la plata, que el contratista es el alcalde, que los pobres gimen, que los ricos lloran.

¡Qué cosa tan hijueputa!

El pobre Santos debe estar acosado de tiempo. Con Chávez en la nuca, Correa en la pata, el TLC al cuello. Eso sí viste impecable, luce bien, es prusiano. De seguro algo le quedó, como a todos, de la Escuela Naval.

Manejar un país de locos no es fácil. No por los locos, sino porque la necesidad lo llena de ladrones, sean de cuello blanco, o cascareros. El orden de los factores no altera el producto y nada más peligroso que un loco ladrón y si son millones, pues, simplemente, una vez más:

¡Estamos llevados del putas!

Es un país Marlboro.

¡Música maestro!

Juan Manuel paga el precio que escogió para pasar a la historia o para ser sepultado por ella como cualquier pobretón en ladera deslizante. Eso sí, vestido impecablemente, lo cual es una virtud que puede expresar pulcritud y prosperidad, pero que contrasta con la ruana del boyaco o con el chingue del costeño, o con la miseria del desterrado, o con el camuflado del soldado o del guerrillero. Porque, además, tenemos un conflicto armado en donde las víctimas y los mutilados los ponen los de abajo, con un común denominador, ¡son colombianos!

La mayoría de las veces los sujetos ni saben por qué es que están ahí.

De la triple moral derivada del tráfico de droga, el trípode donde descansan los cimientos de la prosperidad económica de la república, que sostiene el dólar a la baja, queda un reguero de sangre, de muertos, tetas de silicona, unos cuantos extraditados que reemplazan otros, como vasos comunicantes, telenovelas, paradigmas, paracos, parapolíticos, parálisis moral, cerebral. Porque si el éxito es el dinero, en un país marlboro, ahí está todo, o si no, pregúntenle a la guerrilla.

Música maestro.

Menos mal aparece Falcao, con 17 goles, y, al menos, por un instante, ¡todo parece olvidarse! hasta que la realidad nos abruma con el siguiente aguacero o con la siguiente balacera.

De aguacero en aguacero, de balacera en balacera, hacemos agua por todas partes, menos por una, que es la que hay que preservar, la decencia.

Tenemos un país por construir desde los cimientos y hay que empezar por cualquier parte porque si no a Santos se lo lleva el putas y yo no quiero que se lo lleve, ni que le llueva más, ni plomo ni agua. Aunque es de esperarse que tenga paraguas inglés, que no se desfleca, y es poco probable que en el palacio de Nari haya goteras, es un colombiano, de una cofradía a la que pertenezco. ¡El contingente 42! Y eso sí que no es cualquier huevonada, cuando nos comprometimos, en la isla de Manzanillo, donde lo único manzanillo era el nombre, porque la patria fuera: “grande, respetada y libre”.

De lo contrario, somos unos pobres huevones que nos comprometimos con huevonadas y no tuvimos los cojones para responder, ni la moral para ser decentes, y ¡padecerlo!

Mayo 20 de 2011.

Un telesférico

El poder para qué

La Escuela Naval es el templo de los caballeros del mar. Allí se forjan valores a punta de sudor, lágrima, hasta sangre y mierda. Extraña combinación, pero, efectiva a la hora realizar balances porque al componente militar, que es el fundamento, y que se afila con un rigor moderado por los límites de la resistencia física y de la habilidad para sobrevivir a ambientes hostiles, ahora como que se le aplica “derechos humanos”, se le extrapolaba la cortesía, el protocolo, la gallardía, la donosura, la ceremonia, la picardía, el aguaje, la elegancia, toda esa parafernalia inglesa que nos legó el capitán Binney, de forma y fondo, en simbiosis con la ciencia de navegar los mares, y, lo más importante, mantener las naves a punto y una nave no es cualquier cosa, es un microcosmos, un micro mundo, que lo tiene todo y que se mueve sin cables ni ataduras por donde no sólo transitan los aventureros sino los que saben a dónde ir, y a qué, a punta de tecnologías que son la ciencia en donde las ideologías y la filosofía dejan de tener valor y en donde el mar adquiere una visión que no es precisamente la de la playa bajo las palmeras, con un cóctel en la mano, cualquier atardecer, ni la de la luna llena reflejada en los ojos de la amada, sino la de los rigores amplificados en la soledad de nuestro propio yo como una fiera a la que hay que dominar a riesgo de perder el rumbo, o de extraviar el alma, en medio de la tormenta, o de ebullir en la absoluta quietud de una calma “chicha”, sin brisa, que pone a prueba la paciencia del más Job, en la desesperante inmovilidad de la nada, cuando es sólo el viento el que refresca y empuja y está perdido o enredado con otros ciclones, precisamente donde no se necesitan, pero qué le vamos a hacer, para algunos son cosas de Dios, para otros del diablo, porque el árbol de la ciencia, y el de el bien y del mal están en el mismo bosque y nadie sabe cuál es cuál, si el de marihuana, o el de coca, o amapola, o guayaba, guanábana o curuba, o el de la doble moral que acaudilla la codicia, que en sí no es pecado sino una virtud capitalista, pero que resulta impúdica si se combina con el séptimo mandamiento de la Tabla de Moisés, sin ser, por eso, sino por estar tipicados en el código penal que, en general se pasan por la faja porque la justicia es para los de ruana y es ahí en donde está el problema, o un pedazo de problema porque tenemos tantos que es un reto numerarlos y otro codificarlos aunque los códigos estén para romperlos, como hacen los “hackers” en internet.

En ese templo donde se predica que no hay imposibles conocí a Juan Manuel Santos, el compañero presidente, antes de cumplir los 16 años y en donde fuimos tan reclutas de mopa y de fusil, como mozos de traílla, como alude Zorrilla, en su poema “Perrilla”, por lo que su ascenso se coronó desde abajo, desde el sótano, eso sí para luego seguir como en un ascensor “Otis”que son los mejores, haciendo paradas en lo más excelso que tiene la democracia para ofrecerle a sus hijos predilectos hasta dejarlo parqueado en las puertas del Palacio de Nari, con helicóptero en la terraza.

La selección natural, aunque no pensemos en ello, no es un hecho fortuito. De seguro el compañero Santos tiene con qué estar ahí.

En ese lugar cumplimos la ceremonia fundamental de bautizarnos como hombres, en un proceso que duró 2 años y que, créanlo o no, sentó las bases de lo que somos, si es que somos algo, o perdimos el tiempo en la vida porque si así fuera estamos llevados y tenemos la suerte que merecemos que no es muy buena porque, sin duda, aunado a muchos problemas que bueno sería tamizar y centrifugar, tenemos un conflicto armado en Colombia y eso no es harina que quepa en cualquier saco, ni bultos de arena en costal desfondado, que se llevará el próximo invierno, sino el reflejo de un estado social que se dice de derecho pero que está más torcido que bonsái alambrado con resortes de diferente elongación, por culpa de la codicia y la impunidad, de un lado, y de una falta de conciencia donde la ciencia y la inteligencia, que darían parte de la solución, tienen la cabida de la virtud en un burdel, y en donde la moral que se predica en los ambones, o la trasparencia que se exige desde los escritorios de los demagogos o de los burócratas “tetiados” de prebendas, que se paran en atriles como si fueran púlpitos, y ellos, los sumos sacerdotes de la moral, tienen la respuesta de la burla y el desprecio a la hora de fletear las cargas de la solidaridad, el desarrollo y del progreso según muestran los resultados de los índices de pobreza, o ingreso per cápita, que es como abrir la chequera de la República y tener el saldo en rojo, al debe, los de ruana para abajo que son la mayoría.

Todos nos sentimos buenos. Nos hacen creer, y nos creemos, que vivimos en el mejor país del mundo pero no es sino que nos den una visa de turista y salimos corriendo a mendigar patria en otros suelos, en donde, si bien nos discriminan, y toque hacer de “tirar mopa” un oficio, al menos, no nos matan, a no ser que se pasee uno por la frontera norte de Méjico en donde la vida, como la clásica ranchera, ¡no vale nada! Y las fosas comunes, o fuera de lo común, son normales, como, tanto o igual, pasa en muchas partes de nuestro territorio Marlboro.

¡Música maestro! ¡Tan, tan t aran, tara, tatara, tan!

No es fácil entender nuestra pobreza en medio de tanta presunta fertilidad. No es fácil entender cómo se añora y se ama a Colombia pero se sale corriendo tan pronto que se puede para luego gemir de nostalgia, pero sin querer volver porque para qué. No es fácil entender nada.

El compañero Santos tuvo la obsesión de su patria y se empeñó en ser presidente. Triste sería que su obsesión fuera una forma de satisfacer su ego.

Por eso, desde aquí, desde el sótano que compartimos cuando nos enraizamos en el alma mater, la que canta el himno del marino y reza la oración patria, después de “comernos” al último poste, tendemos un telesférico de sube y baja, porque, de lo contrario, Juan Manuel, ¡el poder para qué!

Mayo 19, 2011


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Los 42 del 42

En enero de 1967 arribó a la Escuela Naval, en Cartagena de Indias, el contingente naval Nº 42, de la Armada Nacional, con 166 cadetes, numerados por orden alfabético. Algunos, aún, no cumplían los 16 años de edad. Fue el primer contingente en darle la vuelta al mundo. Lo hicieron, por el sur, de este a oeste, a bordo del velero "Gloria", en 1970.
Orgullosos de su vínculo, portadores de historias, ansiosos de seguir viviendo y palpitando con un tiempo que, si bien, abruma en la piel, no arruga el alma, celebraron, en marzo 21, 23 del 2009, el 42 aniversario de su ingreso. Son compañeros de una fraternidad que mantiene el compás, como el ministro de defensa, Juan Manuel Santos, o el comandante de la armada, almirante Guillermo Barrera, además de: ingenieros, constructores, poetas, médicos, publicistas, literatos, fotógrafos, arquitectos de su tiempo y del destino de Colombia, que tuvieron la misma madre, fueron gestados, en lo más profundo de las entrañas de la patria, acrisolados con fuego, bautizados en el mar y revolcados en el caracolejo de la isla de Manzanillo, de la mano de un fusil de infantería y una regla de cálculo.


Los 42 del 42, más que una celebración, porque en el pináculo están los nuestros, es un hito, pero, sobre todo, un eco de que estamos vivos, marchando, todavía, a 96 compases por minuto, con el "aguaje" necesario para no sentir vergüenza, hermanos, como el primer día.


Parte del acerbo es el resultado de una visión, y un deseo de que nada se quede sin atar, como el moño de un regalo, para nuestros hijos, y con el eco de una promesa cumplida, para nuestra patria, sin que quiera decir que la historia no sigue y que acaso podamos gestar, o celebrar, otra travesía gloriosa que nos conduzca a más altas cumbres, incluso, más allá de la muerte, en la propia "gloria", cuando nuestro recuerdo no sea sólo nostalgia, acaso historia, sino leyenda.


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Terreno en Coquitos

Terreno en Coquitos
Ese día, con las cantimploras vacías muchos supimos, algo, de lo que era infantería. Con Santos de la bazooka para acá.

Crónica del contingente 42

“LA ESCUELA NAVAL”

Crónica del contingente 42

Por: Álvaro Enrique Leal S.

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“Esto es una percepción personal, como que la brisa empuja las olas del mar y el destino de los hombres que por allí transitan”.

Cuando miro hacía el pasado se ilumina, en el recuerdo, como un faro, la Escuela Naval de Cadetes.

Ubicada en la isla de Manzanillo en Cartagena, dentro de una bahía asolada, a lo largo de su historia, por piratas, corsarios y aventureros, preñada de historia y de leyenda, castillos y murallas, hitos de independencia, conmemorados, cada año, en un carnaval, al paso de las mujeres más bellas que da la tierra, triquitraques y ron blanco, pululante de negritudes, pescadores, marineros, mercaderes, cineastas, pintores, escritores, casinos y bohemia, donde se anclaba el sueño, cuando la realidad despertaba en un universo bailado de trote y Academia, en impecable protocolo, para transformar niños en hombres, desde la base de un “recluta pecueco sin voz ni voto sobre la faz de la tierra”, hasta llevar, a alguno, algún día, a ser un Almirante que dirigiera las flotas y los hombres que tutelan la nacionalidad, sobre costas que bañan dos océanos y que bordean el irrevocable destino de nuestra nación.

Evoco a la distancia del tiempo, implacable por su marcha, tantas cosas, cocteles de emociones encontradas bajo el sol canicular de un eterno verano tropical, tan solo refrescado al vaivén de la brisa que en ciertas noches mecía las olas, y susurraba en las palmeras, la nostalgia de lo amado, combinado con el sabor a la patria, o de emoción y esperanza, de ilusión y anhelos, que se desbordaban, en alguna lágrima fugaz, cuando el Himno del Marino rompía el silencio de noches estrelladas, como sólo se ven al lado del mar,

“Cuando estoy lejos muy lejos

y me acuerdo del hogar,

en mis ojos siento a veces

una lágrima rodar…

y que contrastaba, a veces, con la música lejana de "Alicia Adorada", que flotaba en la "casa del pecado", frente al patio trasero de nuestra Escuela, más allá del último poste: cruzando el caño que hizo famosa a la “Lulú”, que a golpe de remo iba y venía, clandestina, camuflada por el velo de la noche, pero iluminada por la luna y las estrellas.

“Colombia patria mía, te llevo con amor en mi corazón, creo en tu destino y espero verte siempre grande, respetada y libre. En ti amo todo lo que me es querido: tus glorias, tu hermosura, mi hogar, mis creencias, las tumbas de mis mayores, el fruto de mis esfuerzos, la realización de mis sueños. Ser marino tuyo es la mayor de mis glorias. Mi ambición más grande es la de llevar con honor el título de colombiano, y llegado el caso, morir por defenderte”.

Era el anhelo que todas las noches, al unísono, el batallón le soplaba al viento, como un mantra, que se elevaba a un cielo casi siempre iluminado por millones de luceros, cuando el Brigadier Mayor (Sierra, Salazar, Porras, Matallana o Lequerica) daba la orden: -Oración Patria- antes de dar las buenas noches:

-Batallón, buenas noches

-Bueeenas noches, mi Brigadier Mayor.

Por demás, la disciplina militar es: orden, limpieza, rapidez, eficiencia, eficacia, cumplimiento, imprime personalidad, desarrolla autonomía y otorga, paulatinamente, autoridad, jerarquía, don de mando, como en todo ceremonial humano, tanto como en cualquier jauría animal, en que cada individuo alcanza y conoce su propia posición, y en el ser humano prepondera con rasgos que se alean, en la forja del carácter, con la inteligencia, tanto menos, a diferencia de los animales, por el tamaño del músculo, que no es despreciable si se combina con la gracia del atleta, pero que se eclipsan ante el imperio de la sabiduría, equilibrando sobre Atenas el balance con Esparta. Sobre todo en esta era tecnológica, electrónica, digital, informática, que genera bucles y reacciones, programables, para que se lleven a cabo a la velocidad de la luz. Radares, sonares, satélites, ondas, torpedos, proyectiles, misiles, montados en tierra, mar y aire, en buques, submarinos, aviones, alertas 24 horas, debe ser un organismo complejo, lleno de válvulas, motores, sistemas hidráulicos, mecánicos, eléctricos, botones, microprocesadores, láseres, un mundo fascinante para mentes vanguardistas que deben ponerse a prueba, día a día, optimizando recursos, que son onerosos para cualquier nación pobre, pero útiles e imperativas para garantizar el presente y mirar, de frente, al futuro, además de encontrarle caminos a la tecnología, al conocimiento y al espíritu del ser humano.

***

Tuve muchos sueños en el pasado. Cumplidos algunos, como el de a los 15 años haber atendido, el llamado del mar, para aprender, a golpe de tambor y toque de corneta, nociones de patriotismo y de grandeza, de trigonometría, física y cálculo, también filosofía, amalgamadas con la sal del mar y del sudor, en la asimilación de la ciencia de administrar el esfuerzo físico e intelectual, que sirviera para potenciarle perspectiva a un futuro impredecible; aunque, en su momento, sólo fuera cuestión de sufrida supervivencia, paleada con dosis de humor y de locura, tanto como de solidaridades nacidas de la desgracia, y de singularidades que hacían poner la piel de gallina, como cuando el toque de corneta anunciaba la izada del pabellón, o el himno de la Armada aligeraba el peso de los fusiles, coronados de bayonetas, haciéndonos sentir como guerreros victoriosos, prestos a conquistar un mundo que tenía sus límites en el mismo Olimpo, a la elegante cadencia de 96 compases por minuto, sincronizándose con los latidos de corazones acelerados, cualquier 20 de julio, de aquellos años que son inolvidables y que lo serán mientras vivamos.

***

Con Román el sueño se forjó patinando por las calles de nuestro barrio, al ritmo de ”The Beatles”, marcando "vientos de cambio", en una barriada competitiva, como todo conglomerado que acrisola juventud: fútbol, banquitas, patines, cicla, peleas callejeras, por el territorio, por las nenas, por mirar, por no mirar, por “piropiar”, por despecho, por “huevonadas”, a mano limpia, a mano armada, “póngala como quiera”, en el parque, cerca de la iglesia.

***

“Amor y Paz”, hermano, déjame que ponga una flor en la boca de tu fusil. Terminaron por sentenciar los hippies.

Como dijo Carlos Santana, en el Coliseo El Campín, cuando los que se estaban quedando por fuera rompieron la puerta de maratón, y empezaron a “volear piedra”, hacía el escenario, donde tocaba, en una situación lamentable, peligrosamente desbordada, literalmente de orden público, un Santana, vestido de blanco, que conjuró enfrentando la multitud.

-Hermano ¿Por qué me tiras piedra?

-Yo no te estoy tirando piedra.

-Yo te tiro música.

-Al menos no te herirá o te hará daño.

-Deja que mi música cure las heridas de tu corazón.

-Te voy a tirar música, a ver si mi música… te afina el alma.

Enseguida las manos de Santana rasgaron sobre las cuerdas de su guitarra, las notas de Samba pa’ti, que se esparcieron como un bálsamo que mudó la turba enardecía, un instante antes, en una masa, que acompañaba, dócilmente, con sus cabezas, la melodía que, con una fuerza incomparable, se había apoderado de un auditorio a punto de enloquecer, ya no de rabia, sino de incontenida emoción.

Sirve de metáfora para explicar la llegada de los hippies a la escena violenta de los sesentas, drama inmortalizado por la comedia musical de “West Side Storie”, conjurado por el lema de “Amor y Paz” de la era “Acuario” que tuvo su eclosión en Woostock del 69, donde también estuvo Santana Carlos.

***

Era, el nuestro, un barrio de calles largas, un barrio joven, uniformado, arisco, pletórico de fiestas, serenatas a la luz de la luna, borracheras, bohemia, ambrosías, novenas, bazares, los primeros amores, los primeros escozores, manos, sudorosas, temblorosas, que tarde o temprano, se rozaban, se tocaban, se juntaban, se entrelazaban, y terminaban por deslizarse, por la penumbra de lo prohibido, para explorar, en las fuentes mismas de la vida, el origen mandrilesco de nuestro instinto o el romance amoroso de nuestra entrega.

Una barríada que dio de todo: hipies, deportistas, atletas, patinadores, futbolistas, actrices, poetas, filósofos, pilotos, marxistas, comunistas y bohemios, reclutas, brigadieres, generales, doctores, locos y hasta uno que otro malandrín, pero que para nosotros fue un vínculo desde el día que decidimos apoyarnos en la decisión de conquistar el mundo a partir de la Escuela Naval, a mil kilómetros de nuestras calles, cuando apenas "destetados", soñábamos reivindicar nuestra naciente condición de hombres, al filo de los quince años, cuando se combinaba el acne con una lanita que asomaba en la barbilla, y el alma, desbordada, clamaba, sedienta de aventura, para sublimar la testosterona con la adrenalina que vendría de un mundo desconocido, allende la tierra, en la frontera del mar, donde las manos terminaron por deslizarse resbalosas, sudorosas, temblorosas de palpitación, sobre el cuerpo, desnudo, de un fusil de infantería.

***

La mejor preparación para la vida es tomándole el pulso a la adversidad. Eso lo aprendí en el contingente naval, regular, Nº42, que, en 1967, hermanó a centenar y medio de reclutas, y les ayudó a fijar el curso, a partir de un crisol orientado a domeñar los embates de Neptuno, sin quitarle la mirada a Venus, ni el gusto a Baco, dentro de la rígida disciplina que preparar “lobos de mar” demanda, al mejor estilo de la Marina Real Inglesa, que sentó las base para la construcción de una institución que ha estado a la altura de lo mejor de la República, habiendo demostrado, su casa matriz, que es la mejor del mundo, ciertamente al lado de su hijo putativo, los Estados Unidos, en el dominio del mar y de la geopolítica contemporánea.

¡Dios salve a la Reina! y bendiga a todos los reclutas que pasan por la Escuela para que uno o dos sean Almirantes, sin excluir que, de los demás, alguno pueda ser Ministro, o Presidente, o algo más, pero que a todos marca con la impronta de pretender ser caballeros del mar, o de la vida, y haber hecho honor a ello vale tanto, como todo lo demás.

En la Escuela aprendí, entre otras cosas, lo poco que se necesita para ser feliz, porque la felicidad consiste en regatearle a la desgracia el equilibrio que emana de la satisfacción del deber cumplido. Aprendí que para mandar hay, primero, que aprender a obedecer, a trabajar por convicción, y no porque vigilen, a hacer lo que hay que hacer cuando hay que hacerlo. En fin, aprendí que la felicidad, plena, es un vaso de agua al final del desierto, o una ración de Coca-Cola y gloria después de un orden cerrado, o un pedazo de patilla, como durante aquel orden abierto en la isla de Coquitos, cuando en segundo año estuvimos, con la compañía Charlie, al mando de mi capitán Duque, y el folclore se tornó, al paso de las horas, con las cantimploras vacías, en una agonía irresistible.

De cualquier forma como alguien aludía, es mejor ser educado en la rigidez de Esparta que en la libre disipación de Babilonia.

Pero no todos los sueños están cumplidos porque, cuando se acaban, uno ya está muerto.

Ahora estoy, como mis compañeros de generación, supongo, en el momento de interpretar el signo del tiempo para trasmitir la experiencia, con la visión del futuro, sobre quienes tendrán la responsabilidad de ejecutarlo, porque ya nuestro tiempo comienza a fenecer y hay que dejar la simiente para los que suben a ocupar el lugar que, después de saborear la gloria que emanó de un destino esforzado, fertilice lo que vendrá. Porque nuestro pasado y nuestro presente será el futuro de los que nos precedan. Parece redundante, pero precisa de visión y compromiso entenderlo y proyectarlo.

A medida que nos acercamos a la cumbre de los años, plateados por las canas que ciñen nuestras sienes, hay que preparar el relevo, traslapando la experiencia para que la cumbre quede más cerca del cielo y nosotros más cerca de Dios, o, al menos, para la misión, casi imposible, que nuestro hijos vivan mejor que nosotros, y eso hace que mirar hacía atrás, por encima del tiempo, para extractar el zumo, sea un imperativo categórico, al mejor estilo del postulado que hizo de Kant un maestro de la filosofía, y que debe hacer parte de una misión, por el caudal de sugestiones que pudieran emanar al evaluar lo vivido, durante una juventud que se nos arrebata, inclemente, pero que, también, nos traslada a la madurez, desde cuya cumbre se ven mejores luces, y del que quedará, tras las cenizas, la encarnación en nuestros hijos, sembrados como semilla en el vientre de nuestras mujeres, fruto del amor o del instinto de trascender en el tiempo, cuando volvamos a la tierra, pero con la potestad de mejorar mientras vivamos.

***

La Armada es como mi casa. Mauricio Soto, el Señor Almirante Comandante, fue mi primer brigadier. Nuestro camino se cruzó ya una vez, con la intimidad que podía fluir entre un brigadier recién empacado y un recluta recién desempacado.

En un péndulo oscilante entre la bohonomía de Soto, exacta, sin ser complaciente, y la hijueputez de Ciro Álvarez, pasaron mis primeros días, semanas y meses, siendo Soto un pararrayos atenuador que, como sombrilla en el desierto, nos refugiaba del canibalismo de Ciro, el depredador supremo de aquel 1967, en la Escuela Naval, cuando el resplandor del sol acentuaba su figura “reflectiva”, que se devolvía de la chapa dorada, o de las gafas “Rayban”, que ocultaban unos ojos inquisidores, encontrando allí, por donde se penetra el alma de la gente, nuestra propia imagen, tan famélica y desvalida, como olorosa y polvorienta, que hasta en la embolada de los zapatos del prusiano nos reflejaba, destellaba y costreñía.

Era un cabrón aterrador, que nos enseñó, quizás, a ser berracos, poco intimidables, y hasta algo cínicos para evaluar nuestras competencias o desempeño, al lado de tanta excelencia. Era campeón de 1500 m y los usaba en la gimnasia para rezagarnos y desgraciarnos, barnizando de lo que suponíamos resentimiento, pero con una presentación que, más que impecable, parecía obsesiva, donde el blanco era tan blanco, como el de Sergio Espinosa, y el dorado resplandecía, al fuego del sol, deslumbrando y agrediendo la auto estima residual que le podía quedar a un recluta, por lo tanto, en frágil estado emocional y físico, en un ambiente más parecido a un desierto que a un oasis, que se hacía francamente hostil cuando se tenía la desgracia de un encuentro personal, que fue, por seis meses, cotidiano, con Ciro Álvarez.

Alguna vez, comiendo mariscos en el Club Naval de Cartagena, me comentó Guillermo Barrera, a la sazón Capitán de Navío y quien oficiaba de gentil anfitrión, que, como oficial, Ciro Álvarez era potable, hasta amigable. A mí me tocó el lado sombrío, no sabría, hoy, si para bien o para mal, pero en aquella época fue, literalmente, desbastador. Acaso sirvió para desbastarnos la mediocridad de una inevitable y siempre miserable reclutés, acaso pretendiendo enseñar cosas, como qué ser, o qué no ser, con su visión particular. Eso sí aprendimos a sostenerle los remates en la gimnasia mañanera a riesgo de, en lugar de gimnasia, comer mierda, antes del peto del desayuno.

Tenía Álvarez, una cualidad. Aunque más intenso y deslumbrante, carecía de la resistencia de “Chepe” Calderón para sacarnos la mierda. Chepe persistía: “arriba, abajo”, con una paciencia que lo hacía digno de santidad.

Para Chepe, a diferencia de Ciro, el tiempo no existía, ni para él, ni para reclutas en desgracia caídos bajo el imperio de su voluntad, por cualquier “huevonada”, de las que ni puedo acordarme, pero de las que por paradojas, no quedó ningún rencor, acaso la habilidad de flexionar infinitamente y la virtud de evocar tiempos idos, cuando Chepe disfrutaba su tiempo libre, gotereando el rojo baldosín con el sudor de los reclutas, nosotros, hasta que pequeños charcos empezaban a aparecer por doquier, agrandándose hasta que a Chepe le diera la gana. Ser recluta era algo que comenzaba por ganarse, con torrentes de sudor, en el día o en la noche. Para Chepe era como una misión mística a la que dedicaba todo su tiempo, todas sus fuerzas, todo su corazón, y nosotros ahí, a su disposición, como mansas, blancas, palomas, en el portal de un gavilán hambriento, tal vez, pienso ahora, no para comernos, sino para endurecernos, ¡Qué se yo!

Reza un aforismo que nunca es más oscuro que antes del amanecer. El alza arriba era, menos los domingos, antes del amanecer. El sol nos llegaba ya sudados. Era un sol, caribe, tropical, aplastante, que nos sofocaba en esos órdenes cerrados interminables, de caqui hasta el cuello, que se fueron, en gran parte, sosteniendo el bamboleo de la bayoneta con la mano izquierda y el fusil con la derecha para, carrera mar, pagar las cagadas de unos y de otros. Las cagadas personales, se pagaban de 22 a 23. Una cita a la que escapé muy pocas veces y la que había que afrontar con esa dosis de humor y estoicismo con la que se debe asumir lo inevitable, si no se quiere fenecer de “mala sangre”, porque allí sí que se aprende que toda situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar.

***

Mi curso, el 1A, fue el de los repitentes. Tener durante las horas de clase, en la fila de atrás, donde empezaron por agruparse, aquellos física e intelectualmente aptos, del contingente 40, pero vagos porque habían perdido el año, “fichitas” por definición, fue una tortura durante los primeros meses, porque para nosotros la antigüedad de los cadetes no se diluía al entrar al aula, como los demás que carecían de ese yugo, sino que era permanente en clases y estudio, apretando día y noche, generando conflictos, a todas las horas. Sin duda, Fernando De la Espriella, Diego De Narváez, Mejía Luis, Vergara, Roca, que manejaba el directorio de las niñas bien de Barranquilla, pero sobre todo, Arias y Dereix, fueron un “de malas” adicional, al comienzo, aunque a la larga, como todo lo malo, transitó a cosas buenas, como sofisticarnos en perrería, precozmente, para abonarle peaje al costo de sublimarlos y, de paso, refinar el arte de sacarle jugo al despelote.

Quizás el más caracterizado de los repitentes fuera Juan Carlos Arias, quien desde el rincón, junto a la ventana trasera del aula del curso 1-1-A, en el bloque A, primera puerta a estribor, me sopló la nuca durante el primer año, el más enriquecedor, miserable y memorable de una existencia que celebró, los 16 años, como no muchos del 42, sé de Román y Santos, embarcados en un compromiso con el mar, con la patria, con la familia y con nosotros mismos, para cumplirle al destino la primera parada, lejos del hogar y del palpitar de tempranos amores que comenzaban a mover la aguja de nuestros corazones y de nuestras pasiones. Pasé aquel cumpleaños, recuperado ya de un mareo de tres días, a bordo del Padilla, durante el embarque de semana santa que nos llevó a Santa Marta, con franquicia un viernes santo, que pasé, de visita por mi primer puerto, si mal no recuerdo, con unas primas, o amigas, de Román, alguna tan linda que me fustiga no recordar su rostro, ni su nombre, pero si haberlo disfrutado, enormemente, después de tanta sequía, cabeceo y balanceo, que me llevó a conocer, por primera vez en la vida, que más amargo que la infantería es el sabor de la bilis, que se devuelve de un estómago vacío, al vaivén de una mar embravecida.

Al otro día, de regreso a Cartagena, a pesar de un mar de leva, ya no hubo mareo. Afloró el goce de la contemplación de un elemento que nos estaba enseñando cuan pequeños y miserables somos, ante la magnitud de la fuerza del agua, acuciada por el viento, en la inmensidad de un mar, azul, profundo y misterioso, para alguien nacido a 2600 metros de altura y mil kilómetros de distancia, exactamente 16 años atrás. Me sentí al desembarcar que podía ser parte de ello, que ya estaba bautizado, pero que no sería mi destino. Descubrí que al mar lo prefiero con la tierra a la vista, mejor desde la playa, resguardado de la brisa por palmeras, con un vaso de algo que refresque la culminación de un día intenso, contemplando, el atardecer, al ocaso, cuando el sol se tiñe, conjugado por el horizonte, de amarillos, azules y rojos.

***

Arias, que encarnaba al “buenavida” del curso, tenía un hondo sentido histriónico, estético y musical, que, a ratos, ayudaba a pasarla bien. Proveniente de la elite capitalina, era punto de confluencia de todo tipo de información social, cultural, musical, o con contenidos de clase y estilo, es decir, todo lo “in”, “chic” o “guau”. Era la tendencia: “ye-ye” o “go-go”, de los 60. La de la discoteca “La Bomba”, en Bogotá, con los “Fleapers” o los “Speakers”, que emulaban a los “Beatles” o a los “Rolling Stones”, que podía alternar con el romanticismo de Sinatra y su “Strangers in the night”, o con el “Downtown”, de Petula Clark, o la legendaria Bamba, bamba, “yo no soy marinero, por ti seré, por ti seré… todas canciones que Arias interpretaba con una lira que llevaba al aula, contrabandeada, con la disculpa de montarle a la banda nuevas canciones y entrenar reclutas en las horas de descanso.

Nos acercaba a las añoradas discotecas bogotanas donde se iniciaron las rondas nocturnas, de una incipiente juventud, que muchos viernes se evadía hacia la carreras “ye-ye”, que arrancaban en el, ya inexistente, Cream de la 67, donde se escogía secretamente el lugar, para engañar a la policía y darle palo al carro, casi siempre, robado de la casa, sacado del garaje, subrepticiamente, o con mentiras, para llevarlo a competencias de velocidad, que llegaron a ser legendarias, por la calle 100, o la 127, más tarde Paulo VI y muchos otros lugares alternativos, que se volvieron cotidianos, hasta que se inventaron los policías acostados, porque los otros no las podían contener, pero que servían de válvula de escape a una juventud, sedienta de pulsar la vida con una intensidad que estaba cambiando al mundo y con una influencia que marcó la pauta del siglo XX, que tuvo su climax aquel mayo de 1968, en París, que, a nosotros nos tocó, irónicamente, sacándole brillo a la chapa del destino y a la cantonera del fusil, en una isla de la Bahía de Cartagena, donde el trote era una religión y los sueños una quimera, alimentada por la habilidad de Arias para tocar la lira y recordarnos que, afuera, el mundo no dejaba de girar, lleno de sueños que se enfocaban a nenas esperando a ser conquistadas, por un príncipe azul, en uniforme blanco o negro: “Gira el mundo gira, en el espacio infinito, con canciones que comienzan, con canciones que …”, cantaba, en francés, Hervé Vilar.

Al recluta extraordinario del 43, que sería el Brigadier Mayor del 42, Bezsonoff Petrof Sergio, le descubrió, el papá, sus competencias, como conductor clandestino de carreras ye-ye, cuando identificó las placas de su preciado Citroën, en una de las fotografías que acompañaban un reportaje de la, otrora famosa, revista americana “Life”. Al paso de los años padecería un secuestro, del que se voló, para terminar radicándose en los Estados Unidos. Compartí con él, prolongado en nuestros hijos, el gusto por los deportes náuticos, especialmente el esquí. Bezsonoff fue Presidente de la Federación de ése, un deporte en el que mi hijo Felipe, ha sido más de media docena de veces, en todas las categorías, campeón nacional en la modalidad de "figuras", la que exige mayor destreza.

***

Muchas de las visitas que los cadetes hacían al curso, eran a la curul de Arias, pegada, por detrás, a la mía, y trataba con cartas de exquisito aroma, que se cruzaban los niños bien con sus dulcineas del Femenino, o del Marymount, o del Nueva Granada, algunas más recorriditas, pero muchas, eso sí, refinaditas por el tamiz de la chequera de papi o mami, o de juntos, y viajes a Miami, Nueva York, París o Londres.

Entre los que acudían con cierta frecuencia al oráculo social y cultural, recuerdo, entre otros, a Mauricio Borrero y a Fernando Quintana, tío de la nietas del pintor Fernando Botero y Gloria Zea, por la línea de María Elvira Quintana, hermana de Fernando, excasada con el exministro Fernando Botero. También circulaba Lucho Patiño, el Petiso, Lersundy, Molina, a veces, Schrader o el compañero Pulecio, pariente de Marta, la dulcinea de Arias, con la que, a pesar de la fama de “mamín”, terminó casándose, en París, siendo las damitas de honor las niñas: Astrid e Ingrid Betancur Pulecio, sobrinas de la novia, e hijas del Embajador de Colombia ante la Unesco, y de Mamá Yolanda, conocida por haber sido reina de belleza, Concejal de Bogotá y Representante a la Cámara, en una época que no se estilaba el protagonismo femenino, pero sobre todo, promotora de albergues para “gamines”, que la llamaban mamá, y, no menos famosa, como la madre de esa mujer admirable, con más pantalones que millones de colombianos juntos, que es Ingrid Betancur, rehén de la guerrilla de las Farc.

Arias tenía clase para rodearse bien. Hace no mucho coincidimos en “El Peñón”, en la estancia de un nieto del expresidente Laureano Gómez, a quien Arias asesoraba en calidad de arquitecto. De la pared de su despacho, que tenía como foco un elegante escritorio, de estilo barroco, Luis XVI, en el Centro Comercial “Portobelo”, ubicado, en el muy “in”, Parque de la 93, en Bogotá, colgaban menciones de especializaciones en Harvard. Un par de veces nos reunimos, allí, a hablar de los viejos tiempos, signados por la intensidad de acontecimientos que se hicieron menos dramáticos cuando el loco Arias hacía de las suyas, secundado por Dereix o por Martelo.

***

Dereix merece capítulo aparte. León Michell Dereix Pérez era, por decirlo de alguna manera, preponderante. Poseía su propia exuberancia. Desparpajado, mama gallo, buena pinta, histrión, tenía aires de aristócrata “macondiano”, esa combinación de distinción y costeñez, que de ser necesario se imponía, cuando le convenía, con la amenaza de un físico espigado que se esmeraba siempre por mantener impecable, como su bote, al que bautizo “Satuple”, parqueado sobre la playa, y al que mi teniente Medina le hizo cambiar el nombre por inconveniente, al leerlo al revés. Era el que más ropa tenía, no le cabía en la laca, y no se podía negar que cuando estaba de buen talante poseía un humor que nos hacía cagar de la risa por sus ocurrencias y actitudes, algunas tan irreverentes, como cuando hacía “striptease”, al ritmo de la lira de Arias, o de los bongos que simulaba Calvo, sobre el atril, cualquier “viernes cultural”, en la última hora de estudio.

También estaba Ernesto Carlos Martelo, con tanto o más humor que Arias y Dereix juntos. Martelo era de los nuestros porque no era repitente y, además, tenía la chispa, a flor de piel, del costeño, bien ancestrado y a diferencia de Dereix con una línea de buen humor imperturbable. Se hizo encargar del chivo que la Escuela Naval, llevaría a Cali, a los Juegos Interescuelas, como “mascota”. Parte de la panela que le daban para la alimentación del chivo, a veces, nos la chupábamos nosotros, repartida por Ernesto Carlos, en detrimento del pobre animal que empezaba a parecer famélico y que Martelo administraba haciéndonos cagar de la risa, en la faena de capar camello, con la disculpa de tenerle que enseñar al chivo a marchar al ritmo de la banda de guerra, o administrando, permanentemente, una espontaneidad innata, preñada de ocurrencias chispeantes, para mamarse gallo a sí mismo o a los demás, o para rebuscar chicharrones amañados que conjugaran con su visión, no diría hedonista de la vida, pero jocosa, jacarandosa, rumbera, en medio de tanto descalabro.

Éstos y otros como Calvo Escolar José Luis, costeño también, quien no tenía el toque de la aristocracia, ni marcaba la pauta del humor, quien, además, tenía sus perraterías, era capaz de escupir sobre los zapatos para activar la pomada blanqueadora ahorrándose ir por agua, que, por cierto, tenía una nariz achatada, como moldeada para boxear. Ahora que lo recuerdo, tenía un aire al Rocky Valdés, el mismo que diez años después protagonizaría, contra el argentino Monzón, pupilo de Alain Delon, en Montecarlo, una de las peleas clásicas en el mundo del boxeo de los pesos medianos. Si bien perdió Valdez, Monzón, el legendario, mordió el polvo, sonado por el Rocky, como pocas veces en su vida de pelador callejero, o camorrero, o de púgil consentido por mujeres hermosas, o cortejado por empresarios con las billeteras repletas de dinero.

Pero Calvo era más. Mucho más. Tenía ese poder que sólo desarrollan los que aprenden a apreciar y practican las virtudes de la buena literatura, que termina por arrollar nuestra propia sensibilidad. En Calvo hallé un impulso que propeló un incipiente escarceo con los libros, que poco a poco, se ha ido llenando, con la lectura, en un rango que va de la épica a la basura, a la par que ha servido para pasar, bien, buena parte de la vida, aumentando el conocimiento de la fauna humana, y que en la madurez tengo la pretensión de que sirva para exorcisar demonios y conceptuar mis propias percepciones que, conmutadas en palabras, le sirvan a alguien para cualquier cosa, como sacudirme del polvo del olvido.

Debo confesar que aprendí de Calvo más que de ningún otro, porque me acabó de enamorar de la literatura y porque, a pesar de las contradicciones de su propia naturaleza, una vez me tiró el atril y si no es por el Mono Martínez lo más probable es que me hubiera dejado “knock down”, era el García Márquez de la clase. Tenía un don excepcional, que me acercó a la prosa y de la que tampoco escapó la poesía, que Calvo hacía fluir con una habilidad que a mí me parecía admirable, porque para producirla no tenía que esforzarse. Su pluma nos aproximada a ficciones que nos hacían protagonistas de su imaginación indómita, traducida, con un lápiz afilado e imprenta impecable, sobre los renglones de un cuaderno que nos turnábamos con avidez, para vivir las aventuras que Calvo nos inventaba, día a día, en una novela por entregas, que se encargaba de alimentar con su propia fantasía y que servía para relajar el silencio de las largas horas de estudio vespertino, aquél entre las 17 y las 19, o las 20 y las 21:30.

Eso cuando no llegaba “Chepe” por ahí, o el Brigadier de Control estaba de malas pulgas, que era frecuente. ¿Recuerdan? “Salir al hall”. A tierra: ¡Arriba! ¡Abajo!...

-Permiso mi brigadier: es que mañana tenemos examen, podía aducir Martelo, presto a buscarle el quiebre al camello.

-Me importa un culo recluta.

-Arriba, ¡Abajo!..

***

Vi a Calvo, por última vez, el día que salí, ya retirado, de la Escuela, en diciembre de 1968. En un papel arrugado escribió, sobre la mesa de pool de la Cámara de Cadetes, en pocos segundos, sin corregir, la “rutina” esperaba, un soneto que conservo, esperando que algún día se cumpla la voluntad de hablar de eso “alrededor de una pea”.

Dice así:

En aquellos tiempos

donde el desconsuelo,

nos taladra el alma,

nos quita la calma;


encontré un amigo

con las mismas penas;

y tardes amenas,

pasamos los dos.


Eran días de Escuela

tristes y pesados…

entonces halados


Por la misma idea,

pasamos dos años

que no olvidaré.

Añadió:

-¡Oye, Álvaro! algún día hablaremos de esto… en derrededor de una pea…

Para algunos costeños, y mucho marino, todo, lo memorable, es con pea.

Pero,

-Sí José Luis.

-Espero pearme contigo porque estoy seguro que será la mejor pea de mi vida. Desde ya, sin estar peado, te digo que fuiste de lo mejorcito del contingente 42. Todo un contingente de bacanes, porque fueron muchos. Pero, por aquellos días, tu sabiduría sacudía nuestra mediocridad de incipientes aprendices, en un mundo del que apenas oteábamos efluvios prematuros, pero tan intensos, que se resisten a ser borrados de la memoria.

No lo volví a ver, ni a saber de él. Deseo ardientemente hacerlo para, antes de “pearnos”, ponernos al corriente de lo que ha sido la vida a partir de esa experiencia, que nos catapultó, en forma singular, dentro de un espíritu espartano, preparando para lo que fuera, a veces agresivo, pero con el gusto, por las cosas buenas de la vida, aguzado, para robarle a la miseria trozos de felicidad.

***

Del curso recuerdo a todos. Al flaco Cadena, también del barrio, a Martín y Wobst, muerto en un enfrentamiento con la guerrilla cuando hacía algún reportaje gráfico, para “Cromos”, Aun resuenan la risa y el buen humor de Lucio Arenas, como cuando arriaba la modorra para enseñarnos a cantar el himno de la Falange Española, sin dejarse manosear como primer comandante del curso, hasta que llegaron los repitentes, cuando tampoco se dejó manosear, ni porque se le devaluaran las acciones. Tampoco se me olvidan Báez, ni Madrid, que terminó en la Mercante, Aguilar, prusiano y con la cancha que le daba haber sido infante de marina, Indaburu, Ramos, Maime Correa, Ramírez Sendoya, Jorge Ocampo, Escobar, Ramírez Páez, el Pájaro Gálvis, siempre, desde el avión que nos llevó a Cartagena, la primera vez, con el pico abierto pontificando sobre lo humano y divino, Galvis Soto, Parra, Camargo, y los que se adicionaron en segundo año, algunos del B: García Peña, el Mono Martínez, el Reyecito Campos, Ballesteros, Gamarra, Campo Thorne, muerto trágicamente en alta mar, después de haber pagado pena por contrabando, al ser capturado, en alta mar, por Román. Cárdenas, Angulo, el nomito, ido también, pero no olvidado.

También recuerdo la fragilidad del recluta Llinás Matamoros José Martín, la habilidad mamagay de Fernando Quintana para mimetizar la perratería, la chispa de Colombino para mamarle gallo a cualquiera, y posteriormente la de su hermano, en la misma línea, ya del contingente 44, el mismo del recluta Palmera que ascendió pero en las Farc, o de Carlos Nieto, muerto prematuramente de un cáncer implacable, pero que vive en una marca de ropa masculina que, aún, dicta pauta en la moda bogotana, o del enano Ricaurte, mamagallo proverbial, Cala, con estirpe de esquiadores y golfistas en el Club Los Lagartos, Marcelino Pardo que se servía del tenis para “chichanorrear”, Laserna, de la crema social, quien tuvo el pudor de no estudiar en la Universidad de los Andes porque su tío era el fundador, Villa, hermano de Leopoldo, de nuestro contingente, al igual que se debe mencionar a “Mamel” Santos, como le decían sus “cojecoje”, uno más en la Escuela, pero a quien no le ha faltado espuela para, aunado a una herencia tan bien administrada como la cara de Merchán, hacer protagonismo político, desde varios ministerios, alcanzando, incluso, una Designatura Presidencial, que de alguna manera lo honra a él y al contingente 42, tanto o más que los grados de Vicealmirante de Fernando Elías Román y Guillermo Enrique Barrera. En honor a la verdad “no ha sido cualquier cosa”. ¡Bien por ellos!

***

Ni que hablar de la terquedad orgullosa, hasta el desafío, de Sánchez Mendieta, “Juanita Banana”, con quien terminé compartiendo aula en la facultad de ingeniería civil de la Universidad Javeriana, donde también recalaron Gustavo Pulecio, Claudio Vanegas, el Loco Fernández y Gilberto Rodríguez, en arquitectura, y los reclus del 44, Roberto Cubides, Ángel Miguel, en medicina y, también en arquitectura, Fernando Erazo, caracterizado, además, como modelo de ropa masculina, que dictaba cátedra con sus sacos deportivos, muy bien cortados, reemplazando la corbata con un pañuelo “raboegallo” que surgía, del bolsillo superior del saco, como una cascada barroca, jugando con el color de la camisa, también de seda, desbordando simpatía, con un acento costeño, fruto de haber vivido, desde niño, en Cartagena, al lado de su padre el Contralmirante Guillermo Erazo Anexi, exdirector de la Escuela Naval. Murió, por equivocación, de un balazo que le propinó, absurdamente, un soldado del Guardia Presidencial, parece ser en alguna madrugada de bohemia, por alguien que no tenía ni idea de lo que hacía.

Por entonces, Carlos Pizarro Leongómez, el hijo de otro Almirante, agitaba la facultad de Derecho, terminando como jefe del M-19, posteriormente asesinado en un avión, cuando era candidato presidencial. Igual que Luis Carlos Galán, que pasó, allí mismo, de ser estudiante de la facultad de Derecho a ser Ministro de Educación, de la administración Pastrana Borrero, pretendiendo hacer carrera dentro de un sistema que tampoco lo dejó llegar, a pesar de que tenía con qué, cómo y por qué.

***

-¿Está muy berraco recluta Sánchez?

-Afirmativo, cadete.

-50 de pecho.

-¿Sigue berraco recluta Sánchez?

-Afirmativo, cadete.

-Otras cincuenta.

-¿Continúa berraco recluta Sánchez?

-Afirmativo, cadete.

-Pues siga flexionando, hasta que se le quite la berraquera.

No tenía remedio, como tampoco ha tenido remedio este país.

***

No me olvido de mis viejos compañeros de colegio: Rafael Martín, artista para pasar todas las materias, sin estudiar mucho, cuya alianza fue definitiva para vadear lo académico, excepto la vez que por armar un cañoncito, sobre un huequito del tablero, produjo una explosión, con la cordita y la pólvora negra que se había embolsillado en una clase de laboratorio de química. Las esquirlas desprendidas de la vainilla punto 30, con fulminante, de esas que se usaban para disparar salvas, que usó como cañoncito final, había empezado con inocentes minas de esferográfico, causó heridas que lo exilaron, afortunadamente, en la enfermería, sin mayor novedad, en espera de 7 días de calabozo. Algunas esquirlas atravesaron libros de buen espesor de quienes se encontraban en primera fila, precisamente un día que nos dejaron solos en el bloque de los mercantes, que estaban embarcados, sobre el aula de conferencias, con la consigna que podíamos hacer, “lo que nos diera la gana”, hasta “fondear”, si fuese el caso, y la sola condición de no hacer el más mínimo ruido para no perturbar la conferencia que atendía un importante grupo de “capitanes de navío”, que se llevaron la sorpresa de su vida cuando explotó, sobre el piso superior, un artefacto que dejo un huecazo en el tablero y una cortina de humo, de alta densidad, con sabor a pólvora, que se extendió por todo el ambiente.

¿Qué penonón?

¡No!

¡Que cagadón!

También del colegio, recuerdo a Santiago Harker, graduado ingeniero mecánico, en los Andes, pero más notable por sus composiciones como fotógrafo de exposición y de postín, y otro “mamagayo”, que no duró mucho, pero con el que siempre es grato compartir porque desborda simpatía, el caleño García Lloreda, como también recuerdo, afectuosamente, a mi primo Daniel Roberto Novoa, herido en Medellín por judicializar traficantes.

Del curso me di en la jeta con De la Espriella Fernando, el repitente, me fue bien. Con Ramírez Sendoya, no tan bien, unas cicatrices en la espalda, cuando me revolcaba sobre el caracolejo para quitármelo de encima, me lo recuerda. Con Llinás Matamoros me pusieron los guantes, una vez, en el Coliseo. Mucha gente quería que alguien lo sonara, sin masacrarlo, y me escogieron a mí. Llinás era, todavía, un niño cuando llegó, inteligente y bocón, pero al cabo un niño al que había que tratar con cierta indulgencia, de la que Llinás se aprovechaba porque jodía por veinte, terminando, a veces, por mamar a todos.

***

Hay una historia, especial para mí, la de la Cuarta sección, a la que llamaré “especial”. Allí se hizo patente que del estado más sombrío de las condición humana surgen solidaridades que crean situaciones extraordinarias en el bueno y en el mal sentido.

Se conformó, por entonces, un presunto grupo de desadaptados que, en opinión del teniente Torreta*, era la escoria de la compañía Bravo, necesitados de tratamiento especial. Yo caí allí por obra y gracia de León Dereix, presionado, como comandante de curso, a escoger candidatos, o a irse él. No escogió a sus amigos, sino a Martín, Wobst, Calvo y a mí. Se ordenó, por tiempo indefinido, rutina disciplinaria, que aunque había sido prohibida, se le llamaba horario especial. En nuestro caso podía ser horario disciplinario, aplicado sobre tiempo libre, completo, en forma indefinida, más otras peculiaridades inventadas para el efecto. Aula de estudio independiente, apartada de los compañeros de curso. Se temía que una mala manzana pudriera a las demás. Alza arriba a las 04, con trote de una hora, en pantaloneta y tenis, con fusil, hasta las 05, cuando se levantaban los demás a hacer gimnasia y nosotros con ellos. Trote para ir al refrigerio, plantón en el descanso después de almuerzo (13-14), trote en el descanso de 16 a 17, plantón después de comida, trote en la recogida, 22-23, y como no estábamos liberados de la guardia, cada dos días había que perder una hora, más, en centinelas e imaginarías, cinco horas diarias de sueño, o, cada tercer día, cuatro. La guardia de las 16:20, cada tres días, era un alivio porque permitía cambiar el fusil por la escoba y el trote por la “mopa”.

Además había que sostener, como los demás, la carga académica, no menos agobiante, porque para nadie es un secreto el nivel de exigencia, que, por demás, era el único requisito para permanecer, justo, porque hacía primar, como filosofía, la preponderancia del intelecto sobre la fuerza bruta, lo cual prestigia a una institución que hunde sus raíces en la visión sajona de percibir el mundo, heredada de la misión inglesa que sentó las bases.

Hay algo de grandeza en la tradición, en el protocolo, en la cortesía, pero sobre todo, a pesar del utilitarismo económico, en la disciplina del racionalismo científico, que compone el fondo y da forma a la tradición, enarbolada con una visión de eficiencia por un futuro que no excluye la gloria destinada al triunfador.

A la Cuarta fuimos a dar si mal no recuerdo, entre otros, los Sánchez: Cárdenas y Mendieta, Merchán, Moreno Pasmín, creo que el “loco” Fernández, Rojas, y nosotros, los recomendados de Dereix. Según Torreta, el “dream team”. Debo confesar que haber estado allí fue de alguna manera, a la par que sufrimiento, irónicamente, un privilegio. El de sentir que en medio de la más miserable condición, surge el espíritu de cuerpo, como una tabla de salvación, arremolinándose un conjunto de solidaridades que conjuraron el colapso de unos reclutas, tostados de canícula, con el fusil y la puta bayoneta, que se bamboleaba, más que nunca, fustigando el culo, si no se cogía con la mano izquierda, porque en la derecha estaba el fusil punto treinta, que hacía, una vez recibido, parte del equipo básico. Un fúsil al que había que mimar como la novia y estar limpiando, como si le diera la regla, día de por medio, a riesgo de que la sal, del mar y del sudor, se lo comiera y a uno se lo llevara el putas. ¡Que vida aquella!

***

¡Compañía Bravo, salir a formar!

La orden del teniente Torreta no se hizo esperar. Era el comandante (e) de la compañía, el teniente Medina estaba de vacaciones, por lo que Torreta pretendió pasar a la historia. La compañía que tenía al frente no le satisfacía lo suficiente. Sin poderle echar la culpa a los desadaptados que había, tiempo atrás, enviado a la Cuarta especial, discriminados, en rutina permanente y bajo la lupa, con la presunción de aislar la enfermedad, estaba entendiendo que el problema era más estructural de lo que él pretendía creer.

- ¡Compañía a la de gi! Al trote … marrr.

Minutos después, a medida que ordenaba acelerar, más y más, empezó el desparrame. Especialmente en la cuarta especial. A la gente le sabía a mierda. Habíamos aprendido que sin dejarnos aburrir, poniéndole humor, si no nos echaban, no podíamos ser, ya, más castigados, sencillamente, porque para nosotros no había tiempo disponible que no fuera de castigo. Afortunadamente se alternaba entre trote y plantón. Después de almuerzo, era plantón. A esa hora en que el sol escupía fuego, nos dábamos el lujo de acumular las calorías del almuerzo, para la tarde, la noche y el amanecer, en una estática sudorosa que llegó a ser como una siesta en un baño turco, pero de pie, y el teniente Torreta, a esa hora, ese día, nos estaba rompiendo el metabolismo, como nos había roto el espinazo moral cuando nos sacó de la fila.

¡Alto! –Espetó el teniente-

-Ahí los tienen –añadió-

Con excepción de la primera sección, que se esmeraba por justificar su privilegiada condición de reclutas navales, “extraordinarios”, es decir, recabros, con prematuros privilegios que nos cabalgaba a muchos, el resto de la compañía estaba regada por todo el patio que quedaba frente al comedor y el Coliseo, lindando con el último poste.

-Aquí lo que tenemos es una manada de nenas, -increpó-

-Obviamente, no me he equivocado al señalar los peores.

-No sólo son disociadores sino “vaselinos”. Afirmó señalando con la cabeza la cola de la despelotada fila.

La sentencia nos tocó. La Cuarta se diferenciaba, además de que formaba al final, por estar de caqui y armas. Se dio la orden de agrupar de nuevo las despelotadas secciones.

-¡Vamos a ver, de nuevo, quién es quién! –volvió a gritar-.

-¡Al trote … marrr!

Lo que siguió, no sólo fue una demostración de unidad y espíritu de cuerpo, sino la consecuente evidencia de que, entrenados al máximo, poseíamos el mejor estado físico de todo el batallón. Algunas vueltas después, la Cuarta, tras remontar a la tercera y a la segunda, estaba chupándole rueda a los recabros, estando completa, ordenada, mientras el resto de la compañía era un despelote. Entonces vino el “orgasmo”. El duelo entre la Primera, que empezaba a mostrar signos de cansancio y la Cuarta que pretendía, pasar, arrollar, toda, hasta Merchán sincronizaba, animada por la voz de Sánchez Mendieta, en el mejor estilo con que los infantes animan sus trotes, hasta que el teniente, molesto, lo mandó callar, cuando se percató que la cosa era “pan comido” para nosotros.

Estando arrollada la Primera, la voz de –Alto- tronó de nuevo.

Pensamos que Torreta nos iba a felicitar, que iba a decir algo que exaltara el pequeño logro, oxigenando el maltrecho ego que se había empeñado en destrozar, empacando nuestra autoestima en bolsas de basura.

-¡Ah! ¡No es que no puedan sino que no quieren! –dijo con desprecio.

-Cuarta sección, al trote maarrr.

-El resto de la compañía: ¡Retirarse!

-Viva Colombia gritaron alborozados. Estaban mamados.

-Vida hijueputa, mascullamos nosotros.

El tiquete al infierno parecía no tener regreso.

En la noche, para el trote de la recogida, el Brigadier de Control, encargado esa semana de nosotros, así era desde que nos habían sacado de las secciones, nos llevó al Polígono, apartado de todo. Volvimos después de medianoche. Al Oficial de Guardia que nos vio venir a lo lejos, tambaleantes, se le dio parte, como tocaba. Se hizo el huevón o no se dio cuenta. Una brisa extraña envolvía el ambiente. El viento parecía soplar a favor.

***

Maldiciendo nuestra suerte y al desgraciado que nos llevaba, quién sabe con que consigna, y a punto de mandar todo al carajo, si la cosa se ponía intensa, de pronto nos encontramos, sorpresivamente, sentados sobre sendas canastas de cerveza, que refrescaron, no sólo el gaznate, sino el corazón. El brigadier, como muchísimos otros del batallón, se había convertido en salvador. Hubo una solidaridad, por parte de muchos, que en un momento evitó el colapso. De alguna forma sirvió porque de allí salimos fortalecidos, no sólo en lo físico, sino en lo mental y emocional, sabedores que no había mal que durara cien años, pero, mientras estuviera, había que poner el pecho y regular la fuerza, al momento justo.

Aún me pregunto ¿Cómo llegó esa cerveza, allí?

Ya hacia el final de aquel patético período, los 20 ó 30 minutos residuales previos a la formación para pasar al estudio de las 20, después de comida, algunas veces nos lo dejaban libre. Para el Brigadier de Control, también, era un castigo estar con nosotros todo el tiempo. Algunos terminaron por dejarnos en un punto de autoregulación, sobre todo en los estudios, donde se organizó, en la apartada aula que nos asignaron: el rincón de los estudiosos, de los fumadores, de los “fondeadores”, de la talla, se rotaba de acuerdo a necesidad, pero había, dentro de la anarquía, toda variedad; los cadetes antiguos dejaron de joder, desde el primer día no nos quitaban los ojos, la vida no era tan mala, la gente tenía facetas, lo inadvertido también. El brigadier de control vigilaba a los demás. Nosotros aprendíamos a cuidarnos solos, por convicción y conveniencia, respondiendo a una obligada complicidad, para que la compañía no se le despelotara, por cuidar a los pocos que, de alguna manera, tenían disculpa de andar despelotados. Había un dilema, no calculado por Torreta, que nos dejaba pescar en río revuelto, durante algunas horas, de la noche, las dedicadas al estudio que servían de compensación.

Moreno Pasmín como encargado, desde el principio de dar parte, pronto cambió las botas de infantería por zapatos nuevos, “carramplonados”. Su fiesta terminó cuando, por “buen desempeño”, lo regresaron a la normalidad. Casi se pone a llorar. No quería irse.

La salida del comedor, después de la comida, siempre fue un momento peligroso para cualquier recluta, porque era cuando los antiguos repescaban para pulir el aseo, previo a la ronda de las 20.

-Reclutas aquí. Los antiguos de 2º, arriaban como a ganado. A no ser que se fuera con un cadete de 3º, se quedaba, invariablemente, retenido.

-Formar.

-Atención firrr.

-A la de gi.

-Al rancho de la compañía Alfa, con compás maarrr.

-Alto.

-Cadetes de la Cuarta: ¡retirarse!

¡Viva Colombia!

***

Cuando Medina regresó, lo primero que hizo fue disolver la Cuarta especial. Irónicamente, enredado con un sentimiento de euforia, un manto de nostalgia, por tener que romper una hermandad, nos sorprendió sin saber si blasfemar, reír, o llorar. Entendimos el síndrome de Moreno. Pero ¡Bah! Si habíamos ido, podíamos regresar. Además, de cualquier manera, jamás seríamos los mismos. Las cosas no pasan en vano.

Claro que el epítome del canibalismo clásico, refinado, instantáneo, sólo llegaría, cuando mi teniente Medina, nos puso a un pequeño grupo, durante una gimnasia, en plantón, una mañana húmeda, a que los zancudos, en cosecha de miles, nos comieran, mientras él se palmeaba los brazos para espantar los suyos, o para aplastarlos, ahítos de sangre, adjudicando en tanto, generosamente, días de rutina, por cada movimiento por imperceptible que fuera y al que sólo escapó, indemne, Claudio Vanegas.

***

Mi brigadier, de entonces, Mauricio Soto, es un ejemplo de cómo termina preponderando el intelecto sobre la fuerza bruta. Lo recuerdo con aprecio y con respeto. También recuerdo a Sierra, como el avasallante Brigadier Mayor del contingente 37, que evidenciaba que de la sabiduría, emanada del conocimiento, no se excluía la imponencia del tropero con sensibilidad, aquella que es necesaria para cumplir el imperativo cristiano de “no hacer a los demás lo que no se desea para sí”, tan importante para preservar la dignidad humana, sin olvidar que cada cual debe saber el lugar de la fila que le corresponde, por protocolo y preeminencia, porque, a pesar del racionalismo político, ni somos iguales en aptitudes o actitudes, ni todos pueden estar, en el mismo sitio, al mismo tiempo.

A la hora de formar, aprendí eso sí, que si no es por orden de estatura, alfabético o aleatorio, es por orden de una antigüedad determinada, claro, por el tiempo, pero también, por el rango, por el grado de inteligencia y disciplina, tanto como integridad y prevalencia, no sólo física, sino emocional, mental, intelectual, moral y ética, aplicable en todos los dramas de la “comedia humana”, para que la sociedad se sincronice, sin que impere el abuso, propiciando la autoridad de quien sepa imbuirse de ella hasta inspirar el heroísmo, de “morir por la Patria”, cuando se dé la orden, si llegare el caso.

¿No es, por demás, lo que pretende la disciplina castrense?

Se acata bien lo que emana de quien está por delante de nosotros porque ha caminado más y mejor. Pudiendo ser, o no, el más grande, o el que más grita, o el que más corre. Por si a caso están los megáfonos, o los micrófonos, o los teléfonos.

El problema es “en la civil”, cuando se vuelve de billetera, y el honor de ser mejor no alcanza para comprar la buena voluntad de una democracia envilecida por la ignorancia, la incompetencia o la corrupción, y, literal o metafóricamente, hipotecada por el estiércol de la baja economía. Es decir, tanto bajos índices, como bajos manejos, como bajos fondos, como baja moral, como bajos instintos, como más deuda y menos con qué pagar, en un taxímetro que tiende, matemáticamente, a infinito, moderado por la puerta de entrada y salida del Fondo Monetario, del Banco Mundial, el BID, qué se yo, Santos sabe más. Su lema “sangre, sudor y lágrimas”, no dudo que, aunque se lo copió a Churchill, lo aprendió en la Escuela, al lado de nosotros. A estas alturas deberíamos haber cambiado, como, parece, cambió la Escuela, según nos cuentan, y como debería cambiar el país, si hubiera una visión, una meta, un objetivo: salir de la miseria del subdesarrollo, como lo hizo Corea del Sur, que cuando nacimos, era una de las tres naciones más pobres de la tierra y, mientras vivimos, se convirtió, al lado de Japón, en los “dragones de Oriente”. El problema es que muchos creen que saben, pero no saben, porque si supieran, no estábamos tan jodidos.

***

Capítulo aparte, merecen muchos. Voy a empezar, por ahora, con el primero de la fila, por ser el tambor mayor de la escuela: Páez Escobar Jorge, atleta y basquetbolista. La “waripola” era, en sus manos, como una mariposa que volaba por los aires en arabescos sorprendentes, no solo por la altura sino por el sincronismo con que Molina y Cubillos, acompañaban, o intercambiaban instrumento, marcándole el paso a esa institución, de la que nos ufanábamos por pertenecer y de la que nunca nos dejaremos de sentir “vanidosos”, como cuando sonaban los acordes de Exodo, la Eslava, Aída, Natalie, o alguna guabina, que marcaban el compás del paso y de los sueños.

-Sí Ballesteros, también las gaitas, con el consabido par de marchas escocesas, que le daban a la Escuela ese toque británico, que, como una herencia de los maestros de antaño, permanece inamovible.

Una vez, excusado de servicio, entre un cajón, en la Enfermería, encontré una libreta, llena de sonetos que me parecieron originales, a los que añoro volver a leer, y de los que vagamente recuerdo alguno, como “Contradicción de Incomplacencia”, escrito por alguien que esperaba:

“alcanzar el cielo con pecado

y al infierno llegar santificado”

ó

“sentirse hecho un niño de vejez

que desfalleciera triste de alegría”.

Eran de Jorge Páez, poeta de la waripola y de la pluma.

***

Recuerdo a mi teniente IM Gómez Ibarra, durante un drill en el que había que llevar, zapato blanco a la izquierda, con media negra, zapato tenis a la derecha, con media blanca, calzón de la pijama, flano, los zuecos en una mano, el fusil en la otra, gorra de salida y el cepillo de dientes en la boca.

-Cadete Juliao, ¿Es ese su cepillo de dientes?

-Veamos haber.

Juliao había reemplazado el cepillo de dientes por el de untar betún negro.

- Abra la boquita- le dijo mientras tomaba el cepillo, que terminó refregado en la boca del cadete.

Drill especialmente pesado ese. Después de algunas sesiones nadie encontraba nada. Todo quedó hecho mierda, como si hubiera pasado un vendaval, de esos que no era extraño que aparecieran por los meses de octubre o noviembre, pero que, para la vida de la Escuela, eran prácticamente cotidianos.

***

Memorable, dan para libro aparte, la impasibilidad de Merchán para hacerse el huevón, las guardias de Boterito, Marco Tulio Gómez, Garavito, la “volada de Colombino”, la siesta de Sánchez, en el techo del Rancho, mientras el resto del batallón lo buscó por horas, en todos los rincones, como evadido; las rondas nocturnas, veladas por la oscuridad, de cadetes que vendían “mecato”, seguidos, inmediatamente, por otros que, prendían la luz y decomisaban lo que los avispados no se hubieran metido, ya, entre la boca; el material decomisado se reunía para ser revendido en el rancho siguiente.

Son tantas las historias que se anudaron, llenas de humor, dolor, drama, patetismo, hasta épica, como todas las comedias que retratan el drama del ser humano, con pasiones y defectos pero, tan llenas de un heroísmo, cotidiano, paulatino, de valores que se podían extrapolar para ser mejores, hasta la gloria de vernos, a nosotros mismos, como caballeros del mar.

Del 38 recuerdo, especialmente, no sé si la primera práctica de navegación con mi teniente Orjuela, a bordo del Renato Beluche, cuando por tirar perrería para mamarle gallo, nada menos que a mi capitán Villafrade, otro bacán, quedé embarcado, mientras organizaba la aguadepanela del refrigerio, en aquel viejo buque que servía para hacer prácticas de atraque, sobre un muelle de madera que quedó vuelto mierda, ese día, en aquella bahía que tantas veces transitamos, a golpe de remo o vela, durante innumerables tardes de sol, a veces brisado, pero siempre canicular. Nunca había visto a mi teniente Orjuela tan bocón, tratando a guardiamarinas como si fueran reclutas, pero con ese humor que, a pesar de la piedra, raramente lo abandonaba, habiendo sido yo, ese día, testigo excepcional.

Legendario el exotismo del gorila Quintero, el más Rambo de los Rambos que he conocido fuera de las pantallas de cine.

La apostura de Sierra Carmona, que como Porras, no necesitaban esforzarse demasiado para ser brigadieres mayores, con clase y suficiencia, sin ser cabrones, como tampoco destempló, a pesar de lo jodido que debió ser IM 01, Salazar Lisarazo. El problema con Matallana era que pretendía que todos estuviéramos a su altura y eso era jodido, era prusiano y prolijo como pocos en la institución, tan exigente consigo mismo como con los demás, hasta el punto de hacerse antipático, pero, ¡vaya!, ¡qué te puedo decir! era, a la vista de todos, irreprochable. Murió, siendo contralmirante, cuando se accidentó el helicóptero que lo conducía.

Al último que conocí, como brigadier mayor, era un bacán, cartagenero, distinguido, buena pinta: “Quique” Lequerica. Al estilo de otro bacán de bacanes, gaitero de la banda, diestro con la espada, o el sable, caballero y amigo, que se fue prematuramente, mi guardiamarina, luego Teniente de Corbeta, del 37, Vélez Cobo Rodrigo, que con otros como Alfonso Calero, el cerebro del 37, caballero a ultranza, Antonio Vásquez, también del barrio, que tenía la mejor formación a su mando, un grupo de lujo en la fila, la Compañía Alfa del 39 y 40; Vivas, nuestro primer brigadier mayor de la Compañía Bravo, Emilio Balén, de la Delta, sobrio y elegante, que llamaba la atención, por no llamar la atención; Velásquez, serio cuando había que serlo, con ínfulas de cabrón, a la postre no tanto; Graham, “el Gringo”, impecable como un lord británico, Aliaga, mi brigadier de sección, la segunda de la Bravo, de paso para Bolivia; el mismo Ciro Álvarez, que así como era cabrón, ponía punto; Romero Franco Julio, epítome del saludo militar elegante, con un aguaje un poco rococó, pero, imponente e irrepetible, con salida de vuelta y media, que podían ser dos, girando sobre unos talones que despedían ecos que todavía resuenan, sonoros, en la memoria, aunque Romerito no esté, ya, en este mundo. Todos ellos y muchos más fueron la sal y la pimienta durante el primer semestre del 67.

***

También menciono a los que tocaron fibra como Oscar Arboleda del 39, que me legó sus uniformes de cadete, cuando ascendió a brigadier. Mi Brigadier, con mayúscula: Gustavo Ramírez, Yesid Sarmiento, Guillermo Díaz, Jairo Suárez, Jairo Cardona, que tuvo el buen gusto de informarle a mi hijo Felipe, por entonces de 12 años, que cuando quisiera, tendría su cupo asegurado en la Escuela Naval, aquella vez, durante una fiesta en el Club Naval que formó parte de la conmemoración con que celebramos los 25 años de haber ingresado, en un fin de semana memorable por el reencuentro fraternal, donde estuvieron entre muchos, Velásquez, Oramas, Holdan Delgado, excomandante de la Alfa, por entonces Comandante de la Fuerza y posteriormente Comandante de la Armada, y si mal no estoy, primer Comandante, naval, de las Fuerzas Militares; también Cubillos que presidió, como Director de la Escuela, la formación del primer día de celebración, que nos puso a marchar a la vanguardia, con Román y Barrera a la cabeza. No faltó a la cita el Coronel IM “Chepe” Calderón, comandante del Batallón de Infantería de Marina, que nos deleitó, para resarcirnos de malos recuerdos, con una exhibición de sus infantes, de los que parecía sentirse orgulloso, como si el tiempo lo hubiera amansado o como si por fin hubiera podido moldear un grupo a su medida. Vale decir que en la semana de celebración, descollaron, por la dedicación para organizarla, Arango José Luis y Juan Manuel Ballesteros. Como harían después para los 35 años.

No se puede olvidar a aquellos del 38 que mamaron reclutas del 42, como: Jairo Quiñones, Luis Bernal, cuya voz llenaba, como ninguno, cualquier estancia, y Germán Rodríguez, Luis Torres o Lorenzo Indaburu, hermano de Enrique, mi compañero de curso, que tuvieron la suerte o la desgracia, de intentar canalizar la, para muchos, efímera vocación que nos congregó, pero que de cualquier manera resultó, con el paso de los años, indeleble.

***

Mi paso por la Armada ha sido un motivo de honor en la vida, y un privilegio que tengo, no solo colgado en la pared, en forma de cartón de bachiller, fotos y recuerdos, sino en el rincón de mis afectos, para referenciar, a mis hijos y a mis amigos, el orgullo de haber sido fondeado en la que siempre será nuestra "alma mater", porque marcó profundamente el cauce en la vida de todos los que le cumplimos esa cita al destino.

También sobre una consola empolvada, en mi apartamento, tengo un modelo del “Gloria”, al lado del pito, con mi nombre marcado, que un día de 1968, nos dieron como aperitivo de lo que sería un tránsito del que me sí me arrepiento no haber cumplido: navegar sobre las olas de los sueños, hinchadas las velas del destino, sobre la cubierta del velero “Gloria”.

Como una metáfora que simboliza la nostalgia de lo que pudo haber sido y la esperanza de lo que aún puede ser, de cuando en vez, repaso con un trapo el polvo de los sueños y de mi velero, inerte sobre la madera, enmarcado, por un cuadro del “mar abierto”, sobre la pared, el mismo que permea en mi memoria, desde la cubierta del “Antioquia”, o del Padilla, o del 20 de Julio, creo que todos naufragados en el ayer, pero que reiteran que todavía queda algo por cumplir para alcanzar la cima de nuestras frágiles vidas que, mientras no se extingan, tienen el privilegio de tirarle línea al destino de los que vienen, con pulso firme y mente clara, troquelado, en parte, por un espíritu impregnado en la Escuela Naval.

Espero algún día adicionar estas memorias, inspiradas en vivencias perdurables, con muchísima gente que recuerdo con afecto, otros no tanto, ninguno con rencor, porque aún del sufrimiento se aprende, quizás más que de la bonanza, para la forja del carácter que transforma en caballeros del mar, o de la vida.

Un abrazo a mis hermanos navales, en especial aquellos en cuyas manos está, dentro o fuera de la institución, todavía, en buena parte, el porvenir de la Patria.

-Avante, haya o no viento, o buena mar.

aels4276 @hotmail.com

Año 2002.

*El nombre del teniente Torreta es ficticio. El personaje no.


LOS 40 AÑOS DEL CONTINGENTE 42

“No eran caterva de vencejos”


El contingente naval 42 se reunió en Cartagena, el 13, 14 y 15 de abril pasado, (año 2007), para celebrar 40 años de haber ingresado.

En el año 1967, la primavera de sus vidas, imberbes adolescentes, algunos sin haber cumplido 16 años, entraron a hacer 5º bachillerato con la posibilidad de llegar a ser oficial de la marina colombiana.

Unos llegaron para probar o probarse. Otros, la mayoría, como yo, por un cartón de bachiller, dos años después. Otros por aventurar, rumbo al mar, allende la ciudad más linda del Caribe: “Cartagena de Indias”, la Heroica. La de “la cruz y las espadas”, callejuelas empedradas, la de Blas de Lezo, Núñez y el “Tuerto” López, la amurallada, la de garitas, castillos y cañones, la de piratas y corsarios, la de la historia y la leyenda.

Lo que el “Tuerto” López no pudo saber es que, hoy, aunque hay tanta riqueza, como pobreza, por lo que el desaliño no es tan franco en muchas partes de la ciudad, pero demasiado en otras, las carabelas volvieron a la rada, pues el mismo año de 1967, en abril, se firmó el contrato de construcción del velero “Gloria”, y la botadura del casco fue hecha en octubre, con lo que renacía, para la ciudad, sino las carabelas, el espíritu de veleros que surcan los mares para conquistar el corazón de los románticos y templar el espíritu de los hijos del viento y de las olas que se mecen bajo su imperio, desde un susurro que acaricia, hasta una tempestad que puede doblegar al espíritu mas aguerrido, para demostrarle al ser humano que tan poco se es ante los designios de una naturaleza embravecida.

Cuando nuestro “Gloria” no navega los mares del mundo, enarbolando y mostrando, con orgullo, la bandera patria, permanece atracado a la entrada de Bocagrande, frente al Batallón de Infantería de Marina, en los muelles de la Base Naval, y, aunque “el aceite ya no venga en botijuelas”, ni estamos en tiempos coloniales, una horda de águilas caudales, que no eran una caterva de vencejos, puso ayer sobre sus lares, el recuerdo de unas vidas que empiezan a remontar los tiempos, sobre el viento firme de, ya, largos años vividos, que tuvieron un génesis en la Escuela Naval de 1967.

El destino quiso que un ministro, dos almirantes, un comandante, otros, antiguos oficiales, o profesionales, donde es fácil encontrar ingenieros, constructores, banqueros, industriales, científicos, publicistas, agricultores, ganaderos, arquitectos, escritores, poetas del verbo y de la vida, aventureros de caminos que han dado la vuelta al mundo, por tierra, mar y aire, como que muchos lo hicieron en el velero mismo, por el sur, de este a oeste, en 1970, otros con el rumbo que les dictó la rosa de sus vientos para encontrar un destino que respondiera al albedrío de su propia libertad y flirtear con lo desconocido, para, tras el polvo del camino, conquistar nuevas tierras, otras gentes y culturas, que los ayudaron a encontrarse a sí mismos, compromiso del que muchos han salido airosos, con señorío, con garbo, con brío, armados, ya, caballeros de los mares y de la vida, en una escuela, tan prusiana como espartana, donde no había espacio para la libre disipación, que no fuera una cocacola y un pastel gloria, despachado por Mañe, o por Martínez, después de recoger cientos de colillas y evadir una horda de cadetes antiguos cuyo único oficio, en horas de descanso, era joder, porque sí, o porque no, dado que “para aprender a mandar”, primero, “había que aprender a obedecer” y eso era algo que sólo se podía vivir, de una manera peculiar, en carne propia, habiendo sufrido las consecuencias de lo uno y otro, en una Escuela que a diferencia de hoy, que parece un oasis, era un desierto de caracolejo, pero no por ello un lugar desprovisto de una amistad fraterna que resiste los embates de los años con dignidad y con alegría.

Sobre esa disciplina la marina inglesa edificó su propia leyenda, que la hizo la mejor del mundo, y que se extrapoló, por el capitán Binney, al alma mater de la Armada colombiana, en la historia de los tiempos modernos.

Nunca se volverá a ver imberbes de 16, ni 5 años de escuela. Acaso, difícilmente, almirantes, comandante, y ministro de defensa, al mismo tiempo, ni tanto “mamagallo” junto, ni tanto trote, ni el calabozo, que es una leyenda, y que nos hace, a los que lo sufrimos, incluido al ministro Santos, sujetos de una envidia, como que bordeamos algún circulo de Dante, y donde había que entrar, para enfrentar a nuestros propios demonios, de miedo y soledad, con pantaloneta y tenis, sin cordones, tenis que no servían para caminar, no había espacio para ello, eso sí para acurrucarse y hacer pipí, por el huequito, sino para exorcizar los demonios y utilizar uno como almohada y el otro para matar cucarachas, sobre una loza de concreto que afortunadamente era lisa y no rugosa, de día lubricada por el sudor de nuestros propios cuerpos que hervían bajo un techo, igual, placa plana de concreto que absorbía con avidez el calor del sol, detrás de los hornos de la cocina, para hacer de los días un infierno y de las noches una eternidad, en la que se dudaba si fuera bueno que, de nuevo, brillara el Sol, aceptando al final de la soledad y de la noche, que a pesar del calor, fuera bueno para acertar la ubicación de las cucarachas que pululaban las mentes y los cuerpos, pero, lo bueno era la certeza de que se había probado lo peor, y, de que ya, nada, nunca, sería igual.

A riesgo de fenecer había que usar el calor para templar el espíritu como el acero cuando se forja a martillazo limpio.

¡Eso nos hizo hombres!

Porque al trote uno se acostumbraba tanto que ni hacía mella.

¿Que si eso fue bueno, malo o feo?

No lo sé, pero, lo que si sé es que no fuimos: ni “una caterva de vencejos”, ni, mucho menos, somos, la horma vencida, ajada, caduca, de algún par de botas de infantería que nunca fueron viejas porque se quedaron en la casa al empezar segundo año.

Y es que nos volvimos, demasiado, perros.

A los 16 éramos reclutas en la Escuela Naval.

A los 17 nos queríamos comer al mundo, comenzando por los reclutas del 44.

Se vuelve al pasado para entender que el dolor y el sufrimiento son parte de la felicidad porque no hay ganancia sin esfuerzo y si la hay, y no lo hubo, ¡no valió la pena!

Por eso fue tan grato regresar al “alma mater”, 40 años después.

Además del Ministro de la Defensa y el Comandante de la Armada gente prominente pertenece al 42.

Gente que desde ámbitos diferentes han hecho patria y son felices, como niños, al recordar los viejos tiempos en que fuimos bautizados, al fuego y agua, para acrisolar nuestros espíritus con carácter prusiano, como era la Escuela, entonces, y templarlo, con el conocimiento de la ciencia y del mar, de donde todo viene y a donde todo vuelve, como nosotros, el pasado fin de semana.

Volvimos para reencontrarnos con nuestras raíces y nuestros hermanos y hemos hallado que la aridez ha florecido en un jardín, que el calabozo no existe, y que la fraternidad, a pesar de la aridez y el calabozo, ¡fue para siempre!


Asistentes a la reunión:


AGUILAR QUINCHE LUIS

ARANGO JORGE LUIS

ARENAS GRANADA LUCIO A.

BARRERA HURTADO GUILLERMO ENRIQUE

CALVO ESCOBAR JOSE LUIS

ROCIO HURTADO por CAMPO THORNE JESUS GUILLERMO (q.e.p.d.)

CASTRO GALVIS FERNANDO

CIFUENTES MADARRIAGA ERNESTO

CORREA OCHOA JAIME

ESPINOSA POSADA SERGIO

FORERO MORALES JAIME ENRIQUE

GARCIA LLOREDA FERNANDO

HARKER HEINKE SANTIAGO A.

JIMENEZ SANCHEZ CARLOS G.

JUDEX PEREZ HENRY

LEAL SANCHEZ ÁLVARO ENRIQUE

LESMES ABAD WILLIAM OMAR

MADRID TRUJILLO ORLANDO

MARTÍNEZ FERNANDEZ LUIS GUILLERMO

MÉNDEZ GUTIERREZ JORGE

MERCHÁN PINZÓN GONZALO

MORENO PASMÍN ARTURO

PLAZAS HERRERA GUILLERMO

PULECIO GÓMEZ GUSTAVO

REINA CORZO GABRIEL

ROMÁN CAMPOS FERNANDO

SÁNCHEZ MENDIETA FERNANDO

SANTOS CALDERÓN JUAN MANUEL

VANEGAS VICARÍA CLAUDIO

VILLA RESTREPO LEOPOLDO

ZAPATA GUILLERMO


A MI CIUDAD NATIVA


Noble rincón de mis abuelos: nada

como evocar, cruzando callejuelas,

los tiempos de la cruz y de la espada,

del ahumado candil y las pajuelas…


Pues ya pasó, ciudad amurallada,

tu edad de folletín… Las carabelas

Se fueron para siempre de tu rada…

¡Ya no viene el aceite en botijuelas!


Fuiste heroica en los tiempos coloniales,

cuando tus hijos, águilas caudales,

No eran una caterva de vencejos.


Más hoy, plena de rancio desaliño,

Bien puedes inspirar ese cariño

Que uno le tiene a sus zapatos viejos...

LUIS C. LÓPEZ.


EL REENCUENTRO


PRIMER DÍA

Qué gran alegría fue ver a todos los que fueron. Los primeros que me encontré, al arribar al aeropuerto, fueron Claudio Vanegas y Ernesto Cifuentes, ambos, entrañables para mí, como que sin Claudio la Escuela Naval hubiese sido otra, más sosa, aburrida. Sin tipos como Claudio, “Colombino” Restrepo, Ernesto Carlos Martelo, Gonzalo Merchán, Arturo Moreno, Fernando García, Fernando Quintana, la Escuela hubiese sido gris. Claudio siempre tiene la dosis de humor para hacer reír, un mamador de gallo nato. Hasta la pinta, hoy de abuelo venerable, siempre de payaso impenitente, en simbiosis con galán italiano en trance de conquista, tenía la virtud de alegrar la vida, de seducir. Aún la tiene. Eso no se pierde. Como los buenos vinos, ¡se madura! Claudio es una prueba de ello, y es que, del cabello blanco, además, emana el resplandor de la sabiduría. ¡Aunque sólo sea resplandor!

Es una broma, Claudio siempre ha sido algo más.

Y a Cifuentes, que fue mi socio de viaje y estadía, con una connotación que trasciende estas líneas, se fueros uniendo, Omar Lesmes y su linda hija, Paola, Guillermo Plazas, Carolina Arango, la hija de Jorge Luis, cada uno con una misión, y un objetivo, volver al pasado, pasarla bien, y así fue, como volar a la Isla de la Fantasía para exorcizar los demonios que quedaran y reencontrar que, con tanto trote, tanto sufrimiento, tanta mierda, vino aparejada una gran felicidad, que se representa en amistad sincera.

Ser miembros de la cofradía del contingente 42 es un honor que costó sudor, que gestó talentos, y que hizo “águilas caudales”, de la “caterva de vencejos”, que éramos 40 años ha. Menos que eso, quién lo pensara, ¡reclutas pecuecos... sin voz ni voto sobre la faz de la tierra!

¡Esa era la celebración que íbamos a oficiar con nuestro encuentro!

¡Y lo logramos!

Dos almirantes, un comandante, un ministro, uno de los gestores de vivienda popular más grandes del país, sino el más grande, académicos, alguno en la Nasa, otro presidente de algún banco, ingenieros, arquitectos, nombre usted.

Más tarde, ya en la Escuela, uno a uno fueron llegando, para el regocijo de todos; algunos con sus esposas, todos cargados de emoción de la que se desgranaban abrazos sinceros, como el mío con Calvo, que para mi beneplácito descubrí que seguía siendo el mismo de siempre, digo mal, como Claudio, como el buen vino, con los atributos y el talento de la juventud pero con la madurez de los años, de la vida, que no ha pasado en vano, aunque a tipos, como Fernando Castro, parece que no los tocara, en la piel, el flujo de un tiempo que ha pasado a raudales.

Y así siguieron apareciendo Merchán y el “Flaco” Moreno, ¡qué par!, ¡hermanados para siempre! Madrid y Aguilar, Lucio Arenas, Maime Correa, con Calvo, los 4 últimos, de mi curso el A, que curso tan sufrido, ¡el de los repitentes del 40! Y los demás, Leopoldo Villa y Santiago Harker, quienes, como buenos trotamundos, llegaron en flota, pero que vuelan alto, la exposición de Santiago Harker fue eje de la reciente celebración de los 50 años de la Fundación Fullbright, y por supuesto, Jorge Luis Arango, que se mueve como hormiguita, Sergio Espinosa, que de cadete “clorox”, pasó a magnate, con pinta de armador griego, que, a diferencia de Onassis, fue de cuna, y Jaime Forero, el de la Nasa, a donde llegó y se quedó, Fernando García Lloreda que siempre aporta humor, otro de espíritu “mamagay”, y, en fin, Carlos Jiménez, Henry Judex, Gustavo Pulecio, Guillermo Zapata, Fernado Sánchez Mendieta, Jorge Méndez, el inolvidable Willy Martínez, zar del turismo de Cartagena, Gabriel Reina, y, por nuestro compañero, “Chucho” Campo Thorné, su viuda, Rocío Hurtado, además, por supuesto, los almirantes Fernando Román y Guillermo Barrera, Comandante de la Armada Nacional, así como Juan Manuel Santos Calderón, Ministro de Defensa Nacional.

Infortunadamente Christian Schrader recibía, en ese momento, las cenizas de su madre, recientemente fallecida en USA, pero el pensamiento mío, como el de muchos, también estuvo con él como, estamos seguros, el de él con nosotros.

Al jolgorio inicial siguió la formalidad de una ceremonia protocolaria en la que Juan Manuel Santos recibió los honores y reconocimiento de su “alma mater”, y, nosotros, con él.

Ya en el comedor, como suele ser usual, nos sentamos a manteles distribuidos, uno a uno, en alguna mesa de cadetes, tratando de atinar con los viejos protocolos, para no desentonar, y trayendo a la memoria algunas viejas anécdotas que rimaran con los nuevos tiempos, y, así, divagando por el pasado y el presente, de lo que era, y ahora no es, noté la curiosidad de algunos por saber del calabozo, del antiguo calabozo, de un calabozo que dejó de existir pero en el que algunos tuvimos una fugaz prueba de fuego con la vida, por lo que me prometí escribir algo, oficio que ya cumplí, en la primera parte de este recuento, el de la filosofía y la metáfora.

Más tarde, en el aula correspondiente, tuve la oportunidad de compartir, en forma audiovisual, una percepción de mis recuerdos, de fotos, películas y evocaciones que brevemente nos llevó al 20 de julio de 1967, durante el desfile en Bogotá, a escenas de la vida cotidiana de la vieja escuela de 1967 y 68, al buque “Gloria”, en su primera vuelta al mundo, y a esos felices re encuentros como fueron la celebración de los 25 años, los 30, los 35, de haber ingresado, cuando fuimos de flano y de gorra, sin visera.

¡No es por joder, pero siempre me pregunté para qué diablos sirve una gorra sin visera!

¡En fin!

¡Recordar es vivir!

Y compartir ¡seguir viviendo!

Luego vino el plato fuerte en el Club Naval. El reconocimiento a los almirantes y al ministro.

Hubo de todo. Las autoridades de la ciudad y el departamento, representadas, entre otros, por el Alcalde de Cartagena y el Gobernador de Bolívar.

No obstante, mi primer contertulio, luego de saludar al almirante Cardona, nuestro antiguo brigadier, e ilustre intelectual, con quien sostuve breve charla referida a la modernidad en el curso de nuevas ideas y conceptos que se desarrollan, fue el señor almirante Héctor Calderón Salazar, Excomandante de la Armada, nuestro antiguo subdirector, el del saludo más “lobo”, los marinos saben a qué me refiero, que se haya visto en la Armada Nacional, lo que al surgir como tenor de conversación me confesó que pudo ser un error que minara la ortodoxia del establecimiento, a lo que le contesté que de no haber sido así los reclutas, de entonces, nosotros, hubiéramos perdido parte de la inspiración. Román me retó a emular el saludo del viejo capitán, que no sólo no parecía viejo, sino idéntico, como si el tiempo se hubiese detenido, aquel 1967.

Creo que logré, a juicio de Román, la mejor emulación, ya que, más de uno lo intentó, ahí, en la presencia misma de un hombre que fue, y es, nuestro jefe, y del que percibí, en tanto ocurría, un extraño brillo en los ojos, vaya uno a saber si de orgullo o de nostalgia. Igual pudo pensar el almirante Calderón: “no eran caterva de vencejos”, o por lo menos eso no fue lo que quedó de ellos, después de haber sido tamizados en la Escuela Naval, en buena medida con su propia inspiración y la de mi capitán Román Bazurto, representado a mi lado, por mi amigo de la infancia y hermano de reclutazgo, el almirante Fernando Román Campos.

Y así fue discurriendo la amable reunión que, también, contó con la presencia ilustre de mi general Duque, otro viejo capitán, entronizado en el respeto, en el afecto y en el recuerdo como alguien que, además de ser nuestro comandante de compañía, en segundo año, nos demostró que, sin ser caníbal, ni “comemierda”, también se puede ser hombre de inspiración y de mando. Por mi capitán Duque se haría lo que por otros quién sabe. Por eso le dolió tanto mandar a sus infantes, cuando fue Comandante de la Infantería de Marina, a combates donde era fácil perder la vida, de donde emanó, según nos refería a medida que la charla entraba en calor, una tensión que lo tiene vivo, pero con válvulas, artificiales, en un corazón, que si no se ha detenido es porque siempre fue grande.

¡Gracias mi general!

¡Esta “caterva de semireclutas” , también pasó por sus manos!

El plato fuerte de la noche fueron las palabras de Juan Manuel Santos. Nuestro Memel. Un águila caudal que también fue vencejo, otra voz, ¡recluta! Tres veces ministro, Designado a la Presidencia de la República, a diferencia de todos, menos algún flaco, nada de barriga, un hombre que, casi, ha podido llegar a donde ha querido, porque Juan Manuel siempre ha querido ser el primero y no se puede negar, a la luz de los hechos, que, a pesar de todo, lo ha logrado, así le hayan quitado el “alumno distinguido” para meterlo al calabozo.

Se refirió, evocando, que los mejores tiempos de su vida habían sido los de su formación de cadete naval y le creo porque los míos también lo fueron.

En la Escuela, al ser entrevistado, mencionó, textualmente, "Siempre lo he dicho, con mucho orgullo, que los mejores años de mi vida los he pasado en la Escuela Naval de Cadetes. Es lo que más ha formado mi carácter, mi forma de ser, le debo muchísimo a esta Escuela y cada vez que puedo recordarlo, o mencionarlo, lo hago con cariño".

Sobre una servilleta quedó firmado que los 42 del 42, serán en el “Gloria”, que también cumplirá, entonces, 42.

Ahí, acaso, podamos contar el epílogo de nuestra historia o el prólogo de una nueva.


SEGUNDO DÍA

Hace 40 años fue el bautismo, a fuego y agua, el año de recluta, además de la botadura del que ya, por entonces, se llamó "Gloria".

Ahora, en un hervor de la madurez, que espero no sea el último, alguna otra eclosión de primavera, en el otoño de nuestras vidas, se debe provocar, pensaba yo, en tanto la rutina se dirigía a la Escuela Naval para el segundo día de celebración. Era sábado, después de la formación de rigor para izar el pabellón, honor que Maime Correa no evadió y que estuvo a punto de hacerlo levitar, por la fuerza del viento y el tamaño de la bandera, y eso que Correa fue “glorioso”, asistimos a una misa, en la nueva, para nosotros, Capilla de la Escuela, bellamente adornada con alusiones y detalles marineros, que sirvió para recordar y dar gracias a Dios por 40 años de historia.Lo de ir, luego, a remar fue en serio. Cuatro balleneras, con sus respectivas tripulaciones, una con las señoras, y cadetes de la Escuela, las otras con remeros del 42, cumplimos, yo no sé si en "cámara lenta", eso sí con paradas de refresco, el ritual de darle una vuelta al "colchón". Tuve las manos con las ampollas reventadas por la remada. -Salimos de últimos. -Llegamos de primeros. Éramos: Mendes, Aguilar, Madrid, Forero, 3 puestos sin remero, Reina y yo. Lo demás era igual para todos. Sólo que tenían completo el cupo. Eso lo hizo meritorio. El trofeo, Maime, son mis ampollas. Sobre las ampollas reventadas se hicieron otras. Es el comienzo de los callos.

De eso se trata la vida, ahora, de recordar, para no olvidar, ni dejar que se olvide. Es de olvidar lo que no merece ser recordado, pero cuando la vida es una sinfonía de acontecimientos, que se resuelven en historias que parecen cuentos o cuentos que se vuelven leyenda, entonces es hora de deslindar la verdad del mito, dejando que la historia siga su curso y que escurra, de la tinta de alguna pluma, palabras que no arrastre el viento, ni se disuelvan entre el olvido y la nada, y que recuerden que estuvimos aquí y que no fuimos una "caterva de vencejos".

Los callos sirven para coger los remos con más fuerza. De las canas fluye la sabiduría de los años vividos. Volvimos al templo de la Escuela Naval para, de forma simbólica, agradecer por los favores recibidos y para dejar nuestro testimonio de fe y esperanza por un futuro que hoy, más que nunca, está en nuestras manos, ampolladas o encallecidas, tanto como nuestros cabellos blanqueados, porque si 20 años son nada, 40 parece mucho, pero no lo es tanto porque está demostrado ¡seguimos vivos! ¡Más vivos que nunca! ¡Eso es lo bueno!

Luego de un almuerzo de compañeros, en los comedores del la Cámara de Oficiales de la Base Naval, salimos a visitar los buques: en primer término la fragata "misilera" "Almirante Padilla", luego el submarino "Pijao". Me ahorré de llevar un pañuelo blanco para pasar revista, no hubiera tenido dónde ponerlo. ¡Todo lucía impecable! Esos buques reflejan la estirpe de los hombres que los tripulan y nos hace sentir orgullosos de lo que somos y de lo que se puede hacer con recursos, que si no son muy abundantes, están manejados con idoneidad y responsabilidad. El plato fuerte del día fue el coctail, ofrecido por los almirantes del 42, en el velero "Gloria".

La toldilla del velero, arreglada para la ocasión, fue el escenario que volvió a reunir, en un ambiente, ya, completamente relajado, a los asistentes del 42. Algunos con esposas e hijas, ¡todas lindas por cierto! Todos con esa alegría, que brota a borbotones, cuando las emociones se confabulan con la nostalgia y se aglutinan en momentos que serán eternos en la memoria, porque han sido gestados en el corazón y son la celebración, el ritual que conmemora lances que forjaron nuestra existencia, de una forma tal, que trasmutó la escoria de ser recluta en la "gloria" del comandante, del hidalgo, del "caballero del ancho mar". Un audiovisual, proyectado sobre una pantalla colocada en la toldilla, con una excelente edición de Pedro Mendoza, nos hizo un recuento de los viejos y los nuevos tiempos, 1967… 2007, los reclutas, el ministro, el comandante, los reclutas que dejaron de ser vencejos, para demostrarse a sí mismos que no hay nada más despojado que un recluta, ni nada más glorioso, que de haberlo sido, volar, cual águila caudal.

Y no lo digo por mí, ¡ni más faltaba! Poco a poco, a la voz del almirante Barrera, nuestro Memo, Comandante de la Armada Nacional, uno a uno, fuimos pasando a recoger algún recuerdo que se nos tenía y de paso aproveché y entregué un DVD, el de mi cosecha, que habíamos visto el día anterior en la Escuela, para que cada cual tuviera, para sus familias, de mis archivos, con cargo a Jorge Luis Arango, algo con qué llegar en las manos y poner en un aparato de televisión para que el corazón se acompase con los himnos y los recuerdos de un pasado, que es nuestro legado, sumado al producto de lo que allí aprendimos, en el templo, de la Escuela Naval, la árida, la del caracolejo, la de la rutina disciplinaria, o el horario especial, la del calabozo, la ortodoxa, aún con el sello, del saludo "lobo", de mi capitán Calderón. Aquella, la del contingente 42, la de 1967, que yo no sé si será especial, pero que es ¡la nuestra!

Era mucha la alegría al abandonar el "Gloria". Tanto que unos se dirigieron hacia la ciudad vieja, la mayoría, para rematar la jornada, casi hasta al amanecer, en tanto tomé rumbo al Hotel Caribe para encontrarme con Calvo, Aguilar y Lucio Arenas, mis viejos compañeros de curso. No fue fácil, hablar, teniendo que superar la música de fondo de una orquesta, y con esposas en trance de querer bailar, así que después de un reconocimiento de la "sicología de las motivaciones", de las "fatutas" realidades de la vida, que hacen del hombre, que no tiene como biblia al Príncipe, de Maquiavelo, un "Quijote de la Mancha", opté, al darme cuenta que me había traído la llave de la habitación que compartía con Ernesto Cifuentes y que el mismo podía estar afuera esperando, por regresar, además que la voz no daba más, y abandoné el recinto, pensando en que Calvo seguía siendo un hombre sabio, que me conoce, como pocos, a pesar de no habernos visto, ni hablado, en 38 años, y que Lucio es un paciente, y, también, sabio, escuchador e interlocutor.

Mi compañero no había llegado. Dejé abierta la puerta y dormí, como un lirón. La rumba en la ciudad vieja fue olímpica, como que aparecieron, casi, al amanecer, y donde me imagino a Vanegas, García Lloreda, y compañía, poniéndose, como suelen hacer, de ruana, el establecimiento, para que tampoco se olviden que la alegría cachaca nada envidia a la costeña, cuando de celebrar la amistad y desbordar simpatía se trata.

Pero, aún, faltaba algo. ¡La cereza del postre que sería, el almuerzo, en el Club Naval, al otro día!

TERCER DÍA

El almuerzo que creo tuvo desayuno incluido pues la rutina de la Base Naval arribó un poco tarde, por supuesto, la culpa de nosotros, o de mis compañeros enguayabados, que, obviamente, no acertaron a manejar un “alza arriba” a las 08:00, después de llegar a las 05.

Y quién los iba a culpar.

Las mesas, en un kiosko de la playa, en el Club Naval, primorosamente decoradas, como diría algún entendido, bien cachaco; las viandas dispuestas, entronizado en el centro nuestro almirante, comandante, todos en derredor, estratégicamente distribuidos, como un cuadro de la última cena, nos zambullíamos en personales charlas con los vecinos de turno, en mi caso, qué casualidad, Calvo a la iz y Lucio a la de gi, cuando de pronto, intempestivamente, Memo, frente a mí, me lanzó el reto de contar las motivaciones que me llevaron a la Escuela Naval.

Entendido que había llegado el momento de darle un giro, de particular a general, a nuestra bullanguera reunión, me puse de pie y conté mi tandem con Román para llegar a la Escuela. Ante el reto de éste de recitar alguna poesía de Calvo, la memoria no me traicionó y pude decir el soneto que me escribió, algún día de diciembre de 1968, la última vez que, desde entonces, nos habíamos visto y que reclamaba una “pea” para celebrarlo, ¡algún día!

No hubo “pea” pero sí hubo el sincronismo de saber que éramos los mismos. Siempre he tenido la sensación que Calvo es el único tipo en el mundo que puede empelotarme hasta los huesos con sólo mirarme. 38 años después, no ha perdido esa facultad, él ve en mí cosas que yo no veo. Igual yo en él. ¡Extraña simbiosis! El laberinto del seudo intelecto que nos preciamos haber recorrido todavía habrá de deparar alguna sorpresa. No me cabe duda, si la Providencia lo permite, porque así ha sido y así será. Fue en la Escuela cuando apenas éramos una “caterva de reclutas”, imberbes adolescentes, por qué no, ahora, que presumimos de ser águilas caudales, como ésa que se representa en la cucarda de la gorra del oficial naval, o en el escudo de la Escuela, donde nos enseñaron que esta presunción, a la que llamamos patria, debía ser: grande, respetada y libre.

¡Supongo que las circunstancias nos pasaron por la galleta!

A Calvo y a mí no nos parece.

Además, Juan Manuel, Guillermo y Fernando, están al frente.

Por eso es que si no es, ahora, ¿cuándo?

Y así, a la voz cantante de Memo, que oficiaba, más que de moderador, de director de orquesta, al fin y al cabo lo era, uno a uno fue refiriendo su vivencia, su motivación, su vínculo.

Cuando llegó el turno de Gonzalo Merchán, con la disculpa de no dar la espalda a alguien, dio la vuelta al ruedo y se colocó tras la silla de su amigo, de su llave, de su pana, de su “parce”, el “Flaco” Moreno.

Pausado nos refirió como una noche, al término de una franquicia, de la borrachera, lo cogió una pálida que lo hizo vomitar… “entre la gorra”. Imposible de presentarse, por término de franquicia, ante el oficial de guardia, en ese estado, donde Gonzalo no sabía qué era peor, si la gorra vomitada o el mundo que daba vueltas.

Pero ahí estaba el “Flaco”. Me lo imagino, abrazando a Merchán, llevándolo al baño, lavándole, maternalmente, la gorra y las salpicaduras, cacheteándolo con la llave abierta del aguamanil, hasta que, con el tapagorras mojado, pero limpo, igual, terminaron juntos, trotando en el patio, por llegar, joches, o borrachos, pero lo que fue a Merchán jamás se le olvidó el gesto del “Flaco” y ahora, de pie, detrás de la silla de su amigo, no tenía empacho en referir la patética situación a la que se había visto abocado y de la que había salido, no tan untado, más bien airoso, para lo que hubiese podido ser, con la ayuda generosa, del que a partir de ese momento sería su amigo para toda la vida. Yo, al “Flaco”, ya lo quería, desde que habíamos estado en la 4ª sección, el “vertedero de mierda” más grande que hubo en la Escuela Naval, de esa época, donde “la perrata”, entre ellos quien, hoy, escribe esto, pagamos el costo de ser diferentes, o de ser “cagadas”. Fuimos como “los doce del patíbulo”, sólo que allí no había, como en la película, y, como sí hay ahora, ¡patria que salvar! Y éramos un poco más de doce. Tampoco muchos.más.

Qué extraños son los caminos. A veces hay que vomitar para que almas gemelas se encuentren, como Merchán y el Flaco.

Ahora, que lo pienso, podré emborracharme más a menudo, pero será difícil encontrar un amigo como el “Flaco”, y menos si uno va vomitando, por la vida, o ya está vomitado. Por eso comprendo a Gonzalo. Por eso respeto al “Flaco”, que ya no es tan flaco, ahora está barrigón, pero sigue siendo el mismo bacán de siempre

Es en la adversidad donde se cocinan los afectos verdaderos, como en aquella canción que entonábamos, cuando marchábamos, esperando a nuestro velero, y flotaba en el aire: “El cariño verdadero, ¡ni se compra! ¡ni se vende!”.

Y, así, uno a uno, se fueron contando historias viejas y nuevas, entonces supimos de Pulecio, y miles de viviendas populares construidas, de Lucio y sus proyectos de Patria, verdadera, allá, en donde el conflicto social de campesinos, tierras y productividad, violencia y narcotráfico, alcanza dimensiones colosales. Lucio no diagnostica, tiene ideas, aplica fórmulas, hace patria.

Willy Martínez nos habló de su exitosa carrera politica, forjada a votos y a pulso, su paso por consejos, asambleas y cámaras, hasta embajada, estuvieron enmarcadas, como muchos colombianos, con la tragedia de su propio secuestro y su rescate violento. Pero Willy sigue ahí. ¡Firme! ¡Al pie del cañón! Es el zar del turismo de su ciudad, la de Moncho Ariza, la del Tuerto López, ¡nuestra Cartagena de Indias!

Méndez refirió como lograron el éxito académico en tandem con Mauricio López, mientras una semana uno tomaba apuntes y el otro atendía, cambiaban de turno a la semana siguiente, en una conjunción creativa, y nos refirió de su empresa que, importando componentes, fabrica “hardware”, y escribe “software”, habiendo logrado conexiones y reconocimiento de grandes compañías del mundo informático.

Y así, Santiago Harker y Leopoldo Villa narraron como han recorrido el mundo, Harker tomando fotos, a pesar de ser ingeniero mecánico de los Andes, con maestría en algo más, no se ha casado, dice que sus hijos son sus fotografías, sus exposiciones y sus libros, yo lo entiendo porque también tengo hijos de ésos, y Leopoldo “mamando gallo”, como cuando entrenaba natación, con el equipo de la Escuela, todas las tardes, en el Hotel Caribe, pero luego, por varios años, en Europa y Asia.

Sergio Espinosa contó como estuvo a punto de tirar la toalla, pensando que sus hermanos, y sus amigos, se daban la gran vida, ahí, cruzando, a la playa de enfrente, mientras él “comía mierda, como un huevón”, en un peladero de caracolejo.Bueno esas no fueron las palabras exactas, es por simplificar. La verdad es que a Sergio le cargaban bronca, especialmente mi teniente Medina, por jugar tenis, de blanco, en el Club Naval, envés de hacer orden cerrado, de caqui, en la Escuela Naval. Entre las inquinas que Sergio se ganó estuvo la de un guardiamarina por bailarse a la novia.

Sergio es inolvidable por la blancura de los uniformes que le lavaban en casa, su mamá, creo. Y es que al vivir en “Castillogrande” , jugaba de local.

Esa publicidad del marinero de ropa super blanca no era ficción, era la vida de Sergio.Pero mi Sergio siempre fue algo más que un marinerito de blanco "clorox".

Sergio es presidente de algún banco de postín y pertenece a muchas juntas directivas. He tenido el placer de regatear con él, en su barco “Isla Bella”, y debo decir que lo he disfrutado enormemente. Todo lo de mi Sergio, desde los uniformes superblancos que lo hacían notable, e inconfundible, entre todo el batallón, no necesitaba identificador, ni se le podía robar la ropa, "otra voz" "pedir prestada", hasta su éxito como empresario, de estirpe, quién no conoció “Vikingos”, la empresa de su padre, es de postín. Pero es la decencia de Sergio la que sobrepasa cualquier elogio.

Y Orlando Madrid refirió como decidió pasarse a la Mercante, donde hizo su vida profesional, después de ser testigo, como vigía, en el puente, de alguna vaciada del comandante al segundo, durante la vuelta al mundo del velero “Gloria”, en 1970. Cabe anotar que Orlando Madrid, mientras yo estuve, fue varias veces “alumno distinguido”.

También habló Omar Lesmes, refiriendo como le había dejado el campo libre a Barrera y Román, ya que al estar destinado su hermano a ser Comandante de la Fuerza Aérea, como efectivamente lo fue, a él le pareció decoroso no acaparar, en la Armada, también. Su hija Paola estuvo presente y Memo la instó a hablar. Ella, como la hija de Gustavo Pulecio, no se rehusaron y lo hicieron con mucha gracia y propiedad. Carolina Arango, la hija de Jorge Luis, nuestro, siempre, gentil, anfitrión, al igual que Paola no pudieron contener las lágrimas, así, tanto, estaba cargada la atmósfera de emoción. Para Paola y Carolina fueron momentos inolvidables, con sus padres, y sus amigotes, de los que habían oído hablar, desde que nacieron. Para nosotros fue un placer tenerlas, al igual que a muchas de las esposas que nos honraron con su compañía, empezando por Ana María y María Patricia.

Va a ser muy difícil que me acuerde de todo y de todos, tendrán que perdonar los olvidos y las distracciones, pero debo mencionar a Ernesto Cifuentes, quien busca patrocinador, o clientes, para su sistema purificador de agua, Maime Correa que no hizo sino mamar gallo, hasta al ministro Santos se la montó; el almirante Barrera optó, en algunos casos, por tenerlo cerca para evitar el saboteo. Este Maime no nació para tener la lengua quieta, ni puede evitar darse un aire de seductor que, desde recluta, inquieta al sexo débil y fascina a las audiencias. Y para los que no sepan quién es Maime, pues nada menos que León Jaime Correa Ochoa, que yo no sé si será famoso en Antioquia, pero si en el contingente 42, lo cual, a la vista de todo, es mucho decir. Con la misma destreza con que remaba, en la Lulú, de ida y vuelta, dejaba, como en la poesía, “en cada puerto un amor”, o varios, dependiendo, de los días de franquicia, o de visita, porque el tipo no perdía una.

También habló Guillermo Plazas, que, además de la Escuela, tiene como divisa su amor por Millonarios, y por fin, no todos alcanzaron, habló Gabriel Reina, que en la promoción de ascenso a tenientes de corbeta había sido la primera antigüedad y para quien, a diferencia de otros, estar en la Escuela, y en la Armada, era su única alternativa, hasta que algún día se encontró como oficial mercante.

El contingente 42 fue un notable punto de convergencia de unos adolescentes, hace 40 años, que tomaron diversos rumbos, y que en una gran mayoría han terminado siendo exitosos.

Todos afirman, sin reticencia, que su paso por la Armada fue parte, importantísima, en el transcurrir de sus vidas.

Como afirmó Harker: la Escuela fue buena porque fue dura, muy dura, y no era un “reality”, de pocos días, era la ¡vida real! Y la vida real, para los jóvenes que no lo sepan, es un camello “el hijueputa”, que puede hacer, del que no se esté listo, un fracasado, y del que esté listo, sino se pellizca, también.

Por eso mis queridos cuates, hijos y nietos del 42, entre más rápido, lo visualicen, muchísimo mejor. Al menos sientan un gran orgullo, si pueden decir, ¡mi papá fue del 42!

¡Una caterva de reclutas que se forjó en águilas caudales para volar más alto que la cucarda de una gorra de marino, lastrada con el ancla de nuestras propias falacias y concupiscencias, para simplemente ser hombres que aman y respetan a su Patria, como a una madre, y a sus hijos, como a una responsabilidad indelegable!

Es, en mi caso, poeta y amigo de la rima y de la vida, José Luis Calvo, con esta crónica, lo que rubrico con mi pluma, de ¡Quijote de la Mancha!, de una cosa oscura, sobre una hoja blanca.

4276.

Abril de 2007.


El epítome del 42

7 de diciembre, las velitas con su simbolismo de iluminar la oscuridad, de prender la luz, a pocos días para terminar un año que ha sido mágico para mí, como no suponía, como no podría haber calculado, aunque, en el fondo de mi alma, sabía que algo iba pasar, porque era el aniversario 42 de mi bautismo como hombre, cumplido en la forja de la Escuela Naval, con el martillo de la disciplina, representado en el último poste, y el de la inteligencia, representada en la regla de cálculo y la matemática, en los libros y la filosofía, al igual que el de la patria, representada en un fusil, una bandera, una oración y un himno, y, en donde, a punta de dar vueltas a un poste, que no era el último, sino el primero, de una serie sin fin, capturé la metáfora de la vida, y, a punta de vivir, estoy entendiendo para qué es que fui hecho y me abruma la magia y la responsabilidad, pero, también, me reta el deseo que sigo teniendo de vivir intensamente, de acertar, con la convicción de que el destino está trazado y solo hay que saberlo encontrar para cumplir y estar a la altura de lo que imagino, de lo que sueño, o de lo que Dios quiere conmigo.

Hace 42 años todavía era recluta, lo fui hasta el 23 de diciembre del 67, por esos días cavaba, con otros que debían castigos, un foso, semicircular, inmenso, que se llenó con cascarilla de arroz, y que servía para luchar, para hacer peripecias sobre un trampolín ubicado en alguna esquina, o simplemente para revolcar las ganas de rascarse, pero que en parte se excavó con mi sudor, foso que ya no existe en la Escuela de hoy, entonces tenía 16 años, que sumado dan 7, y aprendía a trotar con el colchón y el fusil, al mismo tiempo, por 6 horas, para poderme ir de vacaciones, de lo contrario hubiese de pasar navidad hasta terminar lo pendiente y ver a mi mamá y mi a papá, y a mis hermanos, y a mis primos, pero, sobre todo, a Myriam, que ya era, por entonces, mi mascarón de proa.

Hoy tengo 58, que sumado, lo mismo que restar nueves, da 13, que reducidos por la misma operación da 4, en el último mes del aniversario, el 4 de diciembre, fue mi cita con el destino, la cita del recuerdo, de la celebración, de la esperanza de un futuro, como un sol que cojo con los dedos, o con las manos, y no me quemo, o como una luna que sale de mi cabeza, de mis anhelos, de mis deseos, de mis emociones.

Ha pasado una vida, bueno, un ciclo de esa vida, y, supongo, comienza otro. El del epílogo, el de la moraleja, el de la conclusión, finalmente, el de la muerte. Mi ciclo vital está compendiado en esos números, 7, 6, la suma de esos números, que es 13, el número de la suerte y de la vida para unos, igual, de la muerte para otros, el número de letras de mi nombre, el producto de ellos que es 42, y, obviamente, uno al lado del otro es 76.

Que por qué tengo la magia, no lo sé, quizás porque me lo inventé, tal vez porque Dios lo quiso así. No lo sé, pero es así o yo me lo quiero creer y mientras no haya quien me convenza de lo contrario pensaré que estoy en lo cierto, y así seguiré, llegué, o no, a alguna parte, simplemente, porque la vista al caminar ha sido inmejorable, tanto como los aromas, el sonido, la música, el color, el sabor, el tacto, el gusto, la Coca-Cola, el pastel gloria, el arequipe, el vino, las uvas, las fresas, el queso, el agua, la mujer, el amor, la vida, los hijos, los triunfos y las derrotas, la risa, el llanto, la alegría, la tristeza, la nostalgia, la cumbre y el abismo, el fusil y la raqueta, la bayoneta, que se cala, y la espada que combate, buenas o malas causas, o, que simplemente, susurran palabras de amor, o de consejo, o conversan, o se quejan, o deliran, porque no todas las espadas son de acero, ni los corazones de metal.

6 fue el número del camarote donde me hospedé, 13 el número de la cama donde dormí, 42 que fue el aniversario que celebré, en donde por demás se encontraron, de nuevo, un Colón y un Leal, en la complicidad de otra aventura, la aventura de vivir con intensidad, con emoción, con valor, el descubrimiento o la construcción de un orden, de un mundo nuevo, de un destino mejor, así sólo sea en la mente de dos hombres, que, teniendo la misma forja, igual, tienen los mismos sueños, ver a esta Patria, grande, respetada y libre, como otrora, otros, Cristóbal y Diego, otearon la existencia de un nuevo mundo que terminó por llamarse América, aunque hubiese sido, uno como almirante y otro como marinero, o lo que hubieran sido.

Y no pudo ser en otro lugar, en que un Leal y un Colón se encontraron, de nuevo*, por un cruce del destino, que en el de nuestra alma mater, el general celebrando su ascenso, yo igual que él, pero, además, mi aniversario, que de nuevo sentí la sangre que teñía de rojo y amarillo, la luna que salía, atrás del batallón de cadetes, aquel al que alguna vez pertenecí, “otra voz”, al que no he dejado de pertenecer, porque es el de los caballeros del mar, bullir en mis venas, limpiar mi corazón, fluir por mi alma para gritarme que la vida sigue y que estamos ahí, para lo que Dios quiera, así haya que morirse en el último poste, o bajo el plomo de la iniquidad, para que se ilumine, un día, la luz de la verdad, la libertad y la dignidad, como que a la noche de hoy, la luz de las velitas, iluminarán la oscuridad de los espíritus dormidos, pero de buena voluntad, para dar paso al despertar de un nuevo amanecer, el de los que viven y sienten latir su corazón, con más intensidad que nunca.

Adjunto unas fotos y una dedicatoria que el general ha puesto por detrás una, que la esposa de Colón, Vicky, me obsequió la noche de la fiesta, porque la compró y no me dejó pagar, dándosela al general para que escribiera algo.

El comentario, del puño y letra del general Colón, en el respaldo, dice:

Cartagena de Indias, dic. 4/09

Para un gran amigo.
Un poeta que ordena la historia, un filósofo que profundiza el alma.
Un gran ser humano que conocí buscando el corazón de los campesinos de Montes de María y que ama la bondad de sus gentes.
Un hombre Leal como sus ancestros y un soñador incalculable.
Con aprecio
Brigadier General
Rafael Colón



A mi vez el mail que le he enviado, al general, el día de hoy, dice:
De:
Asunto: Agradecimiento
Para: …
Fecha: domingo, 6 de diciembre, 2009 01:12

Apreciado Rafa:
Reconocido por su invitación no me queda más que reiterar mi felicitación y mis mejores deseos porque todas sus metas y objetivos se cumplan como merece un hombre que le ha servido a la Patria, como pocos, y, que, verdaderamente, merece, con todos los honores, el título de colombiano, pero, sobre todo, el cargo de General de la República.


Por favor, hágale llegar a Vicky, a Rafael y a Ángela María, mi más sincero agradecimiento por las muestras de amistad recibidas y por la cariñosa hospitalidad de que he sido objeto que, igual, hago extensivas a su hermano y a su señora madre.


Para mí ha sido, más que un gusto, un placer y una satisfacción, a decir verdad, un honor, haber asistido a la ceremonia que lo consagra en el grado y rango tan justamente alcanzado, con la seguridad que no será el último, ya, que, usted, merece mucho más, porque, tengo la certeza que si la "gloria", aún, no lo alcanza, es, porque usted galopa, con dignidad, sin parangón, por delante de ella.

Con profundo aprecio y cariño,

Álvaro Leal


El general me ha contestado en 3 mensajes de texto, por su celular, aduciendo que en mi correo yahoo rebotan sus mensajes Hotmail, cosa que suele suceder con frecuencia, que dicen:

Apreciadísimo Álvaro.

Muchísimas gracias por tu hermoso mensaje, tu amistad a la vanguardia de tus letras.

Vicky y mis hijos impresionados por la grandeza de tu ser.

Cuenta con mi amistad indeclinable que crece a medida que te conocemos.

Con afecto,

Rafael Colón.

En fin, pasaron muchas cosas, un mes intenso, supongo que las escribiré más tarde, el año no termina, hay que dejar, alguito, para otros días, además el general terminó recogiendo mis regueros, como buen amigo, al igual que Román y el capitán Vásquez, que piensa que es inteligente confiar en mí, no lo puedo defraudar, comandante de la flotilla de superficie, en especial las 4 corbetas, inmersas en un plan que se llama Orión, para renovarlas y actualizarlas, son alemanas, construidas en Kiel, tienen 25 años de servicio, deberé escribir su historia, que es como la mía, mismo tiempo, solo que ellas son 4, y yo sólo, al igual que tengo de enfrentar la vida sin títulos, ni rangos, como que las secretarias, encargadas de lidiar con los cargos de las personas, ponderan en importancia para reducir la condición humana, desde los 33, cuando me preguntan de dónde vengo, en lugar de contestar que del banco tal o cual, o de la empresa, o del ministerio, les digo que vengo de mi casa. Algunas se ríen, otras se ponen bravas, me toca endulzarles el oído de otra forma, o, finalmente echarles un discurso moral, que ni yo me creo, pero que termina por convencerlas o ablandarlas, a punta de hacer respetar lo que no se puede poner en una tarjeta de presentación, pero que vale más que una tarjeta master card, o que el cargo, temporal, de un ego que no tiene más que eso , ya verá cuando se lo quiten, aunque, siempre, se puede aprender, así fuera necesario, empezar de cero, como tantas veces me ha tocado.

Un día el capitán Martínez, de navío, hombre inteligente, sensible y creativo, comandante del ARC Antioquia, donde me hospedé, me espetó, de sopetón, a la hora del almuerzo:

-Álvaro ¿crees en Dios?

-Claro que sí capitán, respondí pronto, aunque he debido presentar un adendo, me pareció inoportuno, a lo que añadió:

-¿Querrías, entonces, ofrecer los alimentos el día de hoy?

En ese momento se captaba en el noticiero, sobre la pantalla, en una esquina de la cámara, la noticia de la inocencia de Arango Baci, por lo cual lo dejé rodar, para, luego, balbucear algo acerca de los que no tienen nada, del privilegio de los que tenemos, del hogar, de los hijos, de la Armada, de la patria, qué sé yo, de lo que se me ocurrió. Últimamente oro, o intento hacerlo, debo hacerlo y ver si Dios me escucha.

Mi apartamento, ahora que lo pienso bien, o, inconscientemente, adrede, parece un buque, con sus cámaras y camarotes, ya está seco y ordenado, después del diluvio, con los adornos y cosas de navidad que Myriam pondera tanto, me ha alegrado encontrarlos, no siempre ha sido así, supongo que ya me faltan nietos a quienes ofrendar en estos días, pero, allí habitan mis musas y mis sueños, mi mujer y mis hijos, el espíritu de mi alma de vagabundo y mis libros, mis hermanos, mis amigos, mis compañeros, y, en la proa está el velero, que representa el destino, los viajes y la gloria, un modelo de madera, y de uno de los tres mástiles, el del palo principal, hay colgado un delfín, que, igual, está replicado en un cuadro, de otro delfín que salta, compuesto de miles de fotos marineras, esos delfines representa la libertad, la belleza, la inteligencia, el amor, la entrega, la naturaleza, representa la esperanza, el futuro, y yo quisiera ser el águila que persigue a esos delfines hasta que el sol derrita mis alas y alcance el cielo, porque ya no podré volver a la tierra, aunque, la verdad, sea que no saldré de ella, igual amo la vida que viví, plena de sol, de atardeceres, de lunas llenas, de pensamientos, de visiones, de amores, de resplandores, de dichas y desdichas, de alegrías y tristezas, de sís y nos, que me enseñan, todavía, el valor de ser hombre, pero, sobre todo, un ser humano, aunque igual fuera un delfín, un caballo, un águila o un león, gracias Dios mío por enseñarme tu jardín y saber que existes en algún lugar, por encima del sol, a donde quiero llegar, así sea con las alas quemadas, pero, con el espíritu libre, sediento, en pos de ti, estés donde estés, si es que estás en algún lado, de lo contrario tendré que seguirlo buscando dentro de mi corazón, porque, donde sea, espero encontrarlo, ya que lo siento cerca, en las cosas, en los seres, en los árboles y las flores, en el espíritu, en el alma, en el amor de los que aman, y son amados, y quisieran vivir, así, para siempre, sea en unas letras, o en una gota de agua, o en un ave que vuela, o en un delfín que salta, o en un perro que ladra porque su amo no le regala ni un pedazo de pan y tiene hambre, no de pan, sino del amor del amo, su señor, su Dios, su único dueño, que nos puso un destino, por delante, para ser felices y ni nos damos cuenta, ocupados, rascándonos las pulgas del ego y la vanidad.

La generación de Jesús era la número 42, según la biblia, de los hijos de David, sea por María o por José.

Que las velitas que se prenden, en esta noche del 7, alumbren mi corazón y mi destino, al igual que las oraciones, de los seres de buena voluntad, para que nada pase en vano, para que las gotas vayan al río y encuentren el cauce que las lleva al mar, a donde todo vuelve, de donde todo viene, a donde todo va, aunque algún dragón las evapore por el camino, volverán a alguna nube, que viene del cielo, para que nos limpie de iniquidad, nos quite la sed, y nos deje nadar, para ser río, para ser mar, volviendo al océano, donde nadan los delfines, y, en cuyos acantilados, vuelan las águilas, que todo lo ven, que todo lo observan, que aprenden cómo es que va la harina al molino, el agua a la nube, la nube al mar, también la naturaleza al matadero, para renovar lo que tamiza la vida, en nombre del amor, para que sigan viviendo los que son capaces de respirar su sueño, por encima de lo inerte, de lo vacío, de lo vacuo, allá, donde vuelan las águilas, buscando delfines, para aprender, o, pescado, para comer, debajo de Dios, cerquita del cielo, en la desembocadura de la vida, para que otros vivan, o seguir viviendo, de lo contrario, simplemente servimos, lo que no vale la pena, o estamos muertos en vida, o no servimos para nada.


Mascarones

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Compartí un atardecer con las holandesas, pero, la argentina era mejor. Yo no sé si "en cada puerto un amor", pero, en cada playa un bombón.
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